Anton, el general de las fuerzas de defensa, observaba los monitores en el cuarto de comando con una expresión grave. Vestía su uniforme adornado con condecoraciones, cada una testigo de innumerables batallas libradas en nombre de la supervivencia humana. Ante él, la situación era crítica: el ataque de las criaturas a la ciudad subterránea de Elysian se había descontrolado.
—General —dijo el teniente Williams con voz firme, pero teñida de urgencia.
—Adelante, Williams —respondió Anton, sin apartar la vista de las pantallas, dando permiso a su subordinado para hablar.
—Los portones treinta y cinco y doce están al borde de su capacidad. Tenemos que actuar antes de que sea demasiado tarde.
Anton se giró hacia la mesa central y apoyó ambas manos sobre el mapa holográfico de Elysian, la última ciudad subterránea, último refugio de la humanidad en su lucha contra la colmena: insectos gigantes que habían invadido la Tierra. El holograma proyectaba las entradas fortificadas de la ciudad, cada una marcada con símbolos que representaban el armamento disponible. Pero lo que realmente llamaba la atención eran las luces rojas que parpadeaban y se acercaban con alarmante rapidez: las criaturas. Eran seres de cuatro patas, con tamaños que iban desde el de un perro hasta el de un caballo, multiplicándose a una velocidad imposible de contener.
Millones de estos insectos habían sido exterminados, pero las oleadas nunca cesaban. La colmena había consumido el mundo entero, transformándolo en un infierno hostil donde ningún humano estaba seguro. Caminar por las praderas abiertas se había convertido en una sentencia de muerte, obligando a la humanidad a refugiarse bajo tierra. Las ciudades subterráneas eran fortalezas precarias, sostenidas por la esperanza de que, algún día, la colmena desaparecería.
Sin embargo, los insectos no descansaban. Como si fueran guiados por un propósito único, un hambre insaciable, atacaban las ciudades una y otra vez, dispuestos a erradicar a los últimos vestigios de la humanidad.
Anton, veterano de innumerables defensas, había dedicado su vida a mantener esas murallas en pie. Su experiencia le había enseñado a encontrar siempre una nueva estrategia, una forma más eficiente de sobrevivir. Pero este ataque era diferente. Más masivo, más organizado. La última vez que enfrentaron algo parecido, las murallas casi cedieron.
La estrategia era simple, al menos en teoría: tender una trampa en las puertas exteriores. Atraer a las criaturas hacia los puntos de acceso y mantener las defensas hasta el límite, para luego incinerarlas en masa. Era un plan desesperado, pero la humanidad ya no tenía espacio para errores. Cada día bajo tierra había obligado a todos a aprender, adaptarse y evolucionar a un ritmo frenético. Cada sacrificio se hacía con la esperanza de que, algún día, pudieran volver a la superficie, sentir el calor del sol y vivir libres del terror. Pero por ahora, nada de eso importaba.
Anton seguía mirando el holograma. Las luces rojas se acercaban como una marea imparable.
—Esta podría ser nuestra última defensa —dijo finalmente, con voz fría, cargada de determinación—. Por eso debemos asegurarnos de destruir a la mayoría de esas cosas.
Anton ingresó sus códigos en el teclado holográfico del mapa táctico. Al instante, el holograma proyectó una imagen tridimensional de una de las criaturas de la colmena. A lo largo de los años, la humanidad había intentado capturar alguna con vida para estudiarla, pero cada esfuerzo terminaba en fracaso. Cuando morían, los insectos gigantes se disolvían en un charco gelatinoso, dejando nada útil para la investigación. Sacudiéndose los recuerdos de tantos intentos infructuosos, Anton enfocó su atención en el botón holográfico que había aparecido frente a él.
Las imágenes de las cámaras mostraban cómo las entradas de Elysian comenzaban a llenarse de criaturas. Eran insectos voraces, caminando instintivamente unos sobre otros, sin importarles nada más que alcanzar las murallas reforzadas de metal. Sus mandíbulas, diseñadas para aplastar y desgarrar, intentaban morder el acero. Con cada intento parecían adaptarse: mordían más profundo antes de que sus mandíbulas se rompieran.
Anton observó con atención. Esperaba el momento oportuno, cuando la mayor cantidad de criaturas estuviera acumulada en las afueras de las puertas principales de la ciudad subterránea. Entonces, justo cuando las mandíbulas de los insectos lograban perforar el metal reforzado, presionó el botón.
La tierra tembló de inmediato. Un sacudón breve, como un pequeño terremoto, recorrió el lugar. En las pantallas, las imágenes mostraban el resultado del ataque: los cuerpos calcinados de las criaturas cubrían el suelo frente a las puertas. Por primera vez, parecía que su plan había funcionado. Anton sonrió, triunfante. Este no era solo un éxito personal, sino un hito para la humanidad. Finalmente, habían encontrado una forma efectiva de combatir a las criaturas.
Pero la sonrisa de Anton desapareció cuando las cámaras mostraron algo más. Una nueva amenaza. Un segundo grupo de criaturas avanzaba hacia las puertas. Eran diferentes. Estas ya no eran los cuadrúpedos delgados con mandíbulas trituradoras que habían enfrentado por años. Estas nuevas criaturas caminaban erguidas sobre dos patas. Sus cuerpos, robustos y musculosos, estaban protegidos por armaduras, y en sus manos parecían portar armas primitivas pero claramente diseñadas para el combate.
Anton levantó la mano en señal de alerta, y el cuarto de control se llenó de tensión. El plan había fracasado… o, tal vez, había funcionado demasiado bien. La colmena parecía haber reconocido la amenaza de la humanidad y, en respuesta, había enviado a un grupo más avanzado. Estas criaturas avanzaban con calma, estudiando el entorno con una inteligencia inquietante. No había rastro del impulso animal de los anteriores; sus movimientos eran metódicos, precisos.
En ese momento, millones de humanos, observando desde los monitores de la ciudad, contenían el aliento. Nadie había visto algo como esto antes.
Anton no perdió tiempo. Dio la señal. Era hora de enviar al Armada Escarlata. Durante años, la humanidad había desarrollado y perfeccionado las armaduras robóticas para enfrentar a la colmena. Estas armaduras, diseñadas para igualar la fuerza de las criaturas, eran la última línea de defensa de Elysian. Sin embargo, jamás habían sido probadas contra estos nuevos enemigos.
Las puertas de Elysian no podían caer. No mientras Anton estuviera al mando. Cuando las criaturas bípedas estuvieron a solo unos pasos de las puertas principales, una figura cayó desde las alturas.
Theo aterrizó con fuerza, interponiéndose en el camino de las criaturas. Su armadura metálica, imponente y reluciente, casi lo hacía parecer un gigante humano. Pero incluso con su tamaño y tecnología, Theo parecía promedio frente a los nuevos enemigos. Estas criaturas eran colosales, su complexión musculosa y su altura las hacían intimidantes incluso para los estándares de la colmena. A pesar de sus similitudes con los humanos, había algo profundamente inquietante en su apariencia.
Sus cuerpos eran robustos, como si la colmena hubiera descartado el exoesqueleto característico de los insectos para darles una movilidad más eficiente. Sin embargo, su piel grisácea, sin rastro de vida, les daba un aspecto casi cadavérico. Estaban más muertos que vivos, pero su movimiento, preciso y controlado, indicaba lo contrario. Estas criaturas eran la evolución de la colmena: un enemigo diseñado específicamente para superar las defensas humanas.
Theo permaneció inmóvil, su respiración controlada dentro de la armadura. Las criaturas lo estudiaron, deteniéndose por un momento. Sus rostros, cubiertos de lo que parecía ser una mueca, casi simulaban una sonrisa sardónica. Era como si supieran que este era el primer paso hacia la caída de Elysian.
La batalla estaba a punto de comenzar.
Theo fijó la vista en las criaturas, y algo en su interior cambió. Era un hombre con una capacidad extraordinaria para transformar su estado de ánimo en un instante. Hace apenas unos segundos, el temor lo había invadido al observar a las nuevas criaturas a través de las cámaras internas de su casco. Pero ahora, ese miedo se había disipado por completo, reemplazado por una sensación ardiente que parecía consumirlo desde dentro. Un calor que no podía controlar recorría su cuerpo mientras sus músculos, tensos como resortes, exigían acción inmediata.
En sus manos llevaba su arma: un martillo colosal, diseñado para aplastar a los insectos más grandes de la colmena. Era más que un arma; una obra maestra de ingeniería, equipada con mecanismos ocultos que multiplicaban su fuerza destructiva.
Sin poder esperar un segundo más, Theo empezó a correr directamente hacia las decenas de criaturas que bloqueaban su camino. Su martillo se alzó en el aire, listo para el impacto. Cada paso hacía retumbar el suelo bajo su peso, y en su mente una voz clara y contundente le decía que esta era la única forma de proceder.
Las criaturas reaccionaron de inmediato. Todas giraron su atención hacia él, enfocándose en su imponente armadura de tonos plateados y rojos que brillaba bajo las luces intermitentes del combate. Era exactamente lo que el resto de la Armada Escarlata estaba esperando.
Mientras Theo distraía a las criaturas, los francotiradores, apostados en posiciones estratégicas, abrieron fuego. Sus municiones eran haces de luz dorada, proyectiles que atravesaban el aire como rayos celestiales, iluminando el campo de batalla antes de impactar con precisión letal. La primera criatura cayó al instante, su cuerpo masivo derrumbándose bajo la explosión de un misil.
Pero las criaturas aprendían rápido. En un abrir y cerrar de ojos, las demás cambiaron su enfoque, buscando la fuente de los disparos. Los francotiradores eliminaron a varias antes de ser detectados, pero una de las criaturas logró localizar el origen de las municiones doradas. Al emitir un chillido agudo, otras criaturas cercanas cambiaron su atención hacia la nueva amenaza.
Fue entonces cuando se desplegó el segundo escuadrón de la Armada Escarlata. Estos soldados, a diferencia de Theo, no llevaban armaduras pesadas. Su fuerza residía en su velocidad y letalidad, portando espadas de filo láser capaces de cortar incluso las pieles blindadas de las nuevas criaturas.
Mientras tanto, Theo estaba en pleno combate. Su martillo descendió con fuerza, impactando a una de las criaturas. Sin embargo, estas no parecían sentir el golpe como una verdadera amenaza. A pesar de eso, la intensidad y la ferocidad de Theo lograron mantener a muchas de ellas concentradas en él, mientras el resto del equipo ganaba tiempo para ejecutar su ofensiva.
El combate se intensificó. Las criaturas seguían llegando en números abrumadores, rodeando a Theo. Fue en ese instante cuando decidió activar su martillo. Con un rugido mecánico, el arma cobró vida, liberando fuego que brotó de su núcleo. La turbina interna se encendió con un estruendo, multiplicando la potencia del impacto. Theo golpeó el suelo con toda su fuerza, y el impacto provocó un temblor que sacudió el campo de batalla. Un estruendo ensordecedor resonó por todo el lugar, seguido de una densa nube de humo que envolvió a los combatientes.
El caos cubrió la escena. Las criaturas vacilaron, momentáneamente cegadas por el humo. Fue entonces cuando los otros miembros de la Armada Escarlata entraron en acción. Sus armaduras robóticas, ligeras y flexibles, les permitían moverse con agilidad entre las criaturas. Portaban cuchillos pequeños pero mortales, diseñados para cortes precisos en los puntos vulnerables de los enemigos.
Con movimientos calculados y letales, los soldados comenzaron a eliminar a las criaturas una por una. El humo seguía envolviendo el lugar, ocultando a los humanos y sembrando confusión entre los seres invasores.
Theo, con su martillo aún encendido, se preparó para otro golpe, mientras los miembros de la Armada Escarlata luchaban a su alrededor. La batalla estaba lejos de terminar, pero la humanidad seguía en pie, lista para enfrentarse a lo desconocido.
La batalla continuaba, y aunque la estrategia humana parecía efectiva, las criaturas más grandes seguían de pie, luchando como si los ataques no les hubieran hecho más que cosquillas. Estas bestias colosales avanzaban con una determinación implacable, ignorando las bajas a su alrededor.
Theo logró usar la fuerza devastadora de su martillo para aplastar la cabeza de una de las criaturas más cercanas. El estruendo del impacto resonó incluso por encima del caos, pero el humo denso que envolvía el campo de batalla hacía difícil discernir quién llevaba la ventaja. Aunque los sensores infrarrojos de los trajes robóticos permitían a los humanos orientarse, el caos de las luces intermitentes y el movimiento constante creaban una atmósfera casi surrealista.
A lo lejos, los restos de los trajes robóticos caídos se esparcían por el suelo, incapaces de continuar después de recibir ataques demasiado fuertes. Cerca de ellos, charcos del viscoso líquido que quedaba tras la muerte de las criaturas se mezclaban con el polvo y los escombros.
De repente, una de las criaturas más grandes levantó su arma, una espada natural que parecía parte de su cuerpo. Su mirada era feroz, sus movimientos decididos. Con una velocidad brutal, emprendió carrera hacia Theo, ignorando todo lo demás a su paso.
Theo, que seguía destruyendo criaturas a su alrededor con furia incesante, se detuvo al notar la presencia de este nuevo enemigo. Su respiración era pesada, cada latido de su corazón resonaba en sus oídos como un tambor de guerra. A pesar del sudor que empañaba su visión, pudo distinguir que esta criatura era diferente. No solo por su tamaño, que eclipsaba al de cualquier otra, sino por la manera en que las demás se apartaban instintivamente para dejarle paso.
El ser tenía un cuello grueso, casi del tamaño de su propia cabeza, y un cuerpo cubierto de músculos y placas de exoesqueleto que brillaban bajo la tenue luz del combate. A diferencia de las otras criaturas, cuya piel desnuda era vulnerable en algunos puntos, esta parecía una fortaleza ambulante.
Theo apretó los puños y ajustó su posición. No había lugar para el miedo ni el análisis; solo quedaba la pelea. A su alrededor, sus compañeros del Armada Escarlata seguían luchando con ferocidad. Grupos de humanos en trajes robóticos emboscaban a las criaturas menores, mientras las espadas láser de otros miembros cortaban limpiamente a los enemigos más cercanos. Los francotiradores mantenían su ritmo implacable, lanzando destellos dorados que iluminaban el campo de batalla antes de perforar a los enemigos, pero incluso esos disparos parecían rebotar inútilmente contra la piel de la criatura que se acercaba a Theo.
Era evidente que esta bestia no era como las demás. Su cuerpo conservaba el exoesqueleto característico de la colmena, pero fortalecido y modificado, como si hubiera sido diseñado específicamente para resistir las armas humanas.
Theo no tuvo tiempo para reflexionar. La ira que lo consumía le impedía pensar con claridad. Su respiración entrecortada, la vista ligeramente borrosa y el retumbar de su propio corazón lo hacían un esclavo de su instinto. Activó los comandos de su martillo, encendiendo la turbina que liberó un rugido mecánico. Sin dudarlo, comenzó a correr hacia la criatura, decidido a enfrentarse a ella. No había estrategia, no había vacilación. Solo una misión ocupaba su mente: destruir al enemigo que tenía frente a él.
El impacto fue inmediato y brutal. Theo descargó su martillo con toda la fuerza de su cuerpo, pero, para su sorpresa, la criatura bloqueó el golpe en el aire. Con ambas manos, sostenía una espada grotesca que parecía una extensión natural de su brazo, similar a la hoja afilada de una mantis. A pesar de la fuerza del martillo de Theo, el arma de la criatura resistió.
Antes de que Theo pudiera reaccionar, la criatura comenzó a deslizar su hoja por el cuerpo del martillo, cortándolo con precisión quirúrgica. Las chispas volaron al contacto, y Theo sintió cómo el peso de su arma se aligeraba peligrosamente mientras esta se partía por la mitad.
El guerrero retrocedió un paso, todavía aturdido por lo que acababa de ocurrir. La criatura avanzó lentamente, imponente, con su mirada fija en Theo. Había una clara intención en sus movimientos: no era solo un animal salvaje, sino un enemigo que sabía exactamente cómo y dónde atacar.
El enfrentamiento estaba lejos de terminar, pero por primera vez en mucho tiempo, Theo sintió el peso de la incertidumbre.
Theo retrocedió mientras veía chispas brotar de su martillo. La turbina estaba completamente destruida, su arma ahora inútil. No había salida. A pesar de todo, Theo no se permitió dudar. Apretando los restos de su martillo con ambas manos, cargó de nuevo contra la criatura. El resultado, sin embargo, era inevitable. Con un crujido desgarrador, el martillo se partió en dos, dejando a Theo desarmado y vulnerable.
En el centro de mando, Anton observaba la escena con el ceño fruncido, los puños apretados detrás de su espalda.
—Imposible —murmuró al ver cómo el arma de Theo se desmoronaba en pedazos.
No había tiempo para reconsiderar estrategias ni para planear un nuevo enfoque. Las criaturas seguían avanzando, y la criatura colosal que enfrentaba a Theo parecía imparable. Era el momento de jugar su última carta. Anton se acercó al tablero de mando y, con un movimiento decisivo, activó un comando que hasta ese momento había permanecido en silencio.
Una señal recorrió las frecuencias de comunicación, alcanzando a todos los miembros de la Armada Escarlata. Era un mensaje inequívoco: atacar con todas sus fuerzas.
En cuestión de segundos, los soldados con armaduras defensivas avanzaron, colocándose entre Theo y las criaturas restantes. Sin embargo, Theo no se movió de su lugar. Su mirada permanecía fija en el enemigo frente a él, aquella bestia que parecía disfrutar la oportunidad de destrozarlo.
Theo dio un paso adelante, con las manos vacías y el corazón lleno de ira.
—¿Qué está haciendo, general? —preguntó, su voz resonando en el comunicador de su casco—. Debemos continuar el ataque.
La respuesta llegó al instante.
—Te tengo una sorpresa —respondió Anton, con un tono más tranquilo de lo que la situación parecía permitir.
Theo no respondió. Su respiración pesada se mezclaba con la confusión. No entendía a qué se refería Anton, pero tampoco tuvo tiempo de preguntar.
—Activen el arma secreta —ordenó Anton de repente, y las palabras resonaron como un trueno en el centro de mando.
Los oficiales se miraron entre sí, sorprendidos. Aquella no era la orden que esperaban. Sin embargo, cumplieron la instrucción sin cuestionarla.
Theo levantó la vista justo a tiempo para ver un mecanismo activarse en el techo de la cámara. Un extraño dispositivo descendió lentamente, atrayendo la atención de todos. Era un arma que nunca antes había visto. Cuando finalmente cayó al suelo, aterrizó a pocos pasos de él.
Se acercó con cautela, sus pasos resonando en el silencio repentino de la batalla. Extendió una mano y, con cierto recelo, tomó la espada del suelo. A simple vista, parecía un arma común, un diseño minimalista que no encajaba con las innovaciones tecnológicas a las que estaban acostumbrados. Pero en cuanto Theo la sostuvo, algo cambió.
La espada pareció cobrar vida en sus manos. Un brillo iridiscente recorrió la hoja, colores danzando como gotas de aceite sobre el agua iluminadas por el sol. El metal parecía fluir, como si tuviera su propia voluntad, adaptándose a los movimientos de Theo.
—¿Qué demonios…? —murmuró, sus ojos clavados en la hoja viva.
No había tiempo para preguntas. La criatura más grande cargó de nuevo, y Theo reaccionó instintivamente. Alzó la espada y lanzó un golpe rápido. El arma atravesó al enemigo con una facilidad sorprendente, como un cuchillo caliente cortando mantequilla.
Theo se detuvo un segundo, incrédulo, mientras la criatura caía a sus pies. Después, su cuerpo se movió como si la espada misma guiara sus acciones. Atacó de nuevo, eliminando una tras otra a las criaturas que quedaban. Cada golpe era preciso, devastador. En cuestión de minutos, el campo de batalla se silenció.
En el centro de mando, Anton observaba cómo se desarrollaban los eventos. Su rostro permanecía impasible, pero sus ojos reflejaban una mezcla de orgullo y preocupación. Sabía lo que aquello significaba. La humanidad acababa de dar un paso gigantesco hacia la victoria, pero no sin un costo.
Ese día marcó el comienzo de un nuevo capítulo para la humanidad. Con la activación de esa tecnología, Anton había perdido algo invaluable: la ventaja de lo desconocido. Ahora, el secreto estaba fuera. La humanidad tenía un arma capaz de cambiar el curso de la guerra.
Pero también sabía que ese poder atraería nuevas amenazas.