Relato Corto Blog de Ficción

La lealtad del delincuente

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Un destello de luz entró por el pequeño agujero entre las cortinas de mi cuarto. El rayo viajó a través de las partículas de suciedad que flotaban, debían ser las tres de la tarde o incluso las cuatro; mis ojos estaban tan secos que ardían, la piel parecía estirarse sobre mi delgado cuerpo. La noche anterior fue una más, ya estaba acostumbrado al malestar de despertar; alcancé la cadena alrededor de mi cuello, su dije era un pequeño compartimiento y en su interior estaba lo único que me podía ayudar. Utilicé la tapa para sacar un poco del polvo blanco, lo acerqué a mi nariz y inhalé con fuerza para el polvo se meta en mis pulmones.

No había tiempo para quehaceres del hogar. Busqué mis botas entre la basura que cubre el suelo del cuarto, el precio era accesible y solo necesitaba un lugar para dormir en la madrugada; todo lo que tenía era este cuarto, en realidad no era mío, tan solo una cama. Una vez que me puse las botas tuve tranquilidad para levantarme, el piso estaba lleno de botellas, ninguna de ellas lograba cumplir su función, tropecé al moverme de un extremo al otro, abrí las cortinas y perdí la visibilidad por un instante; esta vez todo era claro y alcancé a ver el líquido brillando dentro de la botella junto a mi cama.

Sentí al frío del alcohol calmar lo seco de mi garganta. Poco a poco fue quedando vacía la botella que sostenía sobre mi boca, al terminar pasé la lengua por mis labios y busqué mi chaqueta; estaba acostumbrado a la vida de un bueno para nada, los planes siempre eran mejores cuando salían de la boca de otro y hoy necesitaba todo el coraje que la botella pueda ofrecer. Salí del cuarto y ahí estaba, esa mujer que me ha dejado pasar tantas noches en su habitación, ella sabía que era imposible enderezar a un árbol que nace torcido, pero no podía dejar de mirarme con deseo; pasé una mano sobre mi cabello, tal y como a ella le gustaba, sus ojos estudiando mi cuerpo de arriba para abajo, —Entra este instante a la casa —gritó su marido cuando me alcanzó a ver.

Bajé las viejas gradas del complejo de renta. El negro del cuero brillaba por el sol, sus llantas esperando acariciar el caliente asfalto, el metal de sus estructura parecía llamarme; escuché el rugir de mi motocicleta al encenderla, con el casco puesto y los guantes ajustados me marché. Las calles de la ciudad se convirtieron en mi campo de batalla, la meta era llegar de un extremo al otro; el tiempo dejó de ser importante, lo único que queda en un mundo vacío es la velocidad y el aire chocando contra mi cuerpo. El viaje fue corto desde la perspectiva de un adicto a la adrenalina.

Llegué cuando el sol todavía brillaba. Me debió tomar un par horas cruzar la ciudad, era imposible pasar sin hacer algunas paradas; Alberto debía entregarme mi nueva correa, antes de llegar pensé en detenerme en una licorería, el lugar perfecto que venda lo que tanto necesito. Hice una recarga y retiré mi brillante hebilla, me quedé sin dinero para sobrevivir un mes más; lo único que me quedaba era la vida, así que decidí disfrutarla con cada oportunidad. Al llegar encontré a António sentado en un sofá frente a su casa, esto era normal así que me bajé de la motocicleta para sentarme junto a él. —Estás listo para esta noche —preguntó con un tono casual. Claro que estaba listo, todo debía salir de acuerdo a los planes, lo miré levantando una ceja y él sonrió. —¿Tienes yerba? —pregunté.

António siempre tenía hierba y no cualquier hierba. Él era conocido por sus mercancías, malos chistes y la hermosura de mujer que vivía gritando en su casa; no tardó ni un instante es buscar por los bolsillos de su chaqueta y encontrar un trozo verde con pequeñas hojas. —¿Tienes papeles? —respondió sosteniendo el pedazo entre sus dedos. Una de mis paradas fue para conseguir papel, siempre he disfrutado armar un porro más que fumarlo; tomé la plátano
entre mis dedos y empecé a triturarla. Una vez que solo quedaron pequeños pedazos sobre la palma de mi mano saqué los papeles; —¿Sigues jugueteando con la esposa de tu vecino? —preguntó burlándose de mi situación.

La luz del sol estaba por caer cuando encendí el porro. Sentí al humo tomar a mi cuerpo por rehén, su fuego todavía vivo en mi interior, me fui calentando; las primeras brisas llegaron con fuerza, en cuestión de segundos la luz nos abandonó y las calles tomaron el tono amarillo de la iluminación. Otros fueron llegando, Carlos, Tommy, todos estaban aquí; el fuego del porro seguía encendido y pasando de mano en mano hasta hacernos, a todos, sus esclavos. El último en llegar fue Raúl. —Eduardo, nos sigues en la moto —dijo, él esperó a que suban los muchachos a su auto y se marchó.

Los vi alejarse antes de encender la moto. Andrea salió de su casa, la esposa de Antonio se veía aún mejor con la ropa en el suelo de su dormitorio; mantener esta vida me traería problema, pero yo las amaba a todas. La estudié a la distancia, ella parecía haber salido con intenciones de seducción; era mejor que acelere antes de que sea demasiado tarde. Me alejé del lugar y la noche se volvió más profunda, la luz del faro delantero de mi motocicleta era lo único en lo que podía confiar; en los espacios libres entre edificios o bajo los puentes siempre había algún bote de basura en llamas, estos vagabundos no esperaban ni un instante para empezar un fuego.

No podía dejar que mis pasos me lleven a ese lugar. Mirarlos descansar entre escombros y suplicar por alguna limosna; de alguna forma debía cambiar mi vida, este robo era la oportunidad que estaba buscando y todo debía salir sin problemas. Nuestro grupo siempre fue unido, veía a los muchachos trabajar entre ellos como hermanos; claro que yo era una de las caras nuevas, los últimos dos años pasaron muy rápido entre robos, sin ellos no hubiese llegado tan lejos.

Llegué a la casa y vi las luces apagadas. Sus dueños eran de alguna familia importante, tenían un apellido que los hacía merecedores de fortunas y nosotros íbamos a tomar lo que nos corresponde; la vida de delincuente es sencilla, éramos demasiado listos para tener un trabajo de corbata, un buen robo lograría cambiar mi vida. Al llegar encontré vacío al carro de Raúl, tomé la cadena alrededor de mi cuello para sentir al polvo blanco entrar al respirar; en realidad era poco lo que podía sentir, había pasado tanto tiempo que dejé de recordar lo que era no tener la cara anestesiada.

Lucidez regreso a mis sentidos y el fuego de la hierba se desvaneció por completo. Abrí la puerta del carro y tomé la pistola que estaba bajo el asiento, con mi motocicleta fuera de vista me acerqué a la casa y salté la reja; ellos debían estar adentro, si me demoraba no quedaría nada para mí. Bajé la visera del casco antes de abrir la puerta, jamás imaginé ver a una mujer en la casa; ella debía estar loca corriendo con un cuchillo en su mano. Saqué el arma de mi espalda, pero no alcancé a disparar; subí las gradas corriendo hasta llegar al primer piso, no la veía por ningún lugar, mis compañeros tampoco estaban cerca.

Llevé el arma apuntando hacia adelante, caminando con cuidado. De la nada apareció Tommy y me miró con una gran sonrisa en su rostro; al parecer ellos no sabía que había alguien en la casa, escuché un disparo y lo ví caer al piso. Allí estaba ella, una mujer hermosa que hubiese sido mía en otras circunstancias, su arma apuntando en mi dirección y su dedo sobre el gatillo; imagino que ver caer al gran Tommy la hizo bajar la guardia, ella miraba en mi dirección, pero parecía no verme.

Quizá lo oscuro de la noche sobre mi atuendo de cuero negro fue la salida que necesitaba para sobrevivir. Como ella me quedé contemplando la situación, la veía con claridad, era un blanco fácil; su mirada concertada en el cuerpo del hombre a quien intentó asesinar, Tommy permanecía inmóvil. El tiempo estaba a punto de terminar, debía disfrutarlo antes de que todo cambie, era imposible que mi disparo no la mate. Pensé en lo que solíamos hablar con los muchachos, matar en un robo es lo único que no se hace; el revólver empujó mi mano hacia atrás al presionar el gatillo y la munición empezó a volar. La mujer estaba congelada en el tiempo y la bala se acercó lentamente hasta estrellarse en su frente; una vez que la bala se perdió todo volvió a la normalidad.

—¿Qué hiciste? —gritaban las voces de mis compañeros, ellos se acercaron a Tommy. El disparo lo había herido, pero él seguía consciente; la mujer parecía ser menos afortunada, —Está muerta —dijo António— debemos llevar a Tommy a un hospital. Esta era la primera vez que uno de nosotros resultaba herido, los otros muchachos caminaban de un lado al otro sin saber que hacer; mi mente acelerada por las drogas me llevó a una conclusión, mi única salida era no dejar testigos, después de todo yo era el culpable del asesinato.

Sostuve el revolver con fuerza, sentí al cuero de mis guantes quejarse por la presión. No había otra salida, intenté buscar un escenario, pero ellos hablarían luego de ser atrapados, era imposible que salvemos a Tommy sin dejar pistas; caminé despacio hasta llegar al cuerpo de la mujer, sangre se regaba tras su cabeza, sus ojos parecían seguir sorprendidos, tomé el arma junto a su mano. —¿Qué haces tenemos que salir de aquí? —fueron las últimas palabras de Raúl.

El arma era liviana y rápida. Su pequeña alimentadora debía almacenar pocas municiones, no podía darme el lujo de fallar; el primero en caer fue Raúl, las palabras se desvanecieron de su boca y empezó a desplomarse; Carlos se alejó de Tommy, intentó sacar el alarma sostenida entre la correa y su espalda, la alcanzó con la mano derecha, su rostro siempre mirándome, esos ojos asesinos, está no era su primera vez, pero salió perdiendo, disparé y el tiempo se detuvo cuando la munición estaba por entrar en su frente; António vio a Carlos caer, él tenía el arma en sus manos pero temblaba, pasó un segundo para que dispare, pareció un la eternidad, esta era la bala que podría acabar con mi vida, pero la munición se estrelló en el costado del casco, el golpe me sacudió la cabeza, pero mi mano se mantuvo firme al disparar, su cabeza se sacudió para atrás; Tommy se levantó con una mano sobre su herida, —No lo hagas —dijo moviendo la mano estirada hacia mí; el dolor del disparo lo cegaba, era posible que no esté armado, el arma de la mujer seguía apuntando, esperé hasta que esté de pie y volví a disparar.

La escena del crimen era perfecta. La mujer mató a todos los ladrones y murió por la bala de uno de ellos; el arma de Raúl debía quedar entre sus dedos y el arma con la que maté a mi pandilla junto a la mano de la mujer. Coloqué las armas con cuidado, intentando no tocar las manchas de sangre sobre el piso; mis guantes fuero la protección perfecta para dejar intacta la escena del crimen.

El viento de la noche tenía un diferente aroma, me alejé de la ciudad sin mirar atrás, era hora de volver a empezar.

About the author

Sebastián Iturralde

Escritor de relatos enigmáticos, tejiendo narrativas cautivadoras que provocan el pensamiento y estimulan la imaginación. Revelando las profundidades de la experiencia humana a través de las palabras.

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