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El muerto de la pendiente

diciembre 4, 2002

sí, yo lo vi Afirmó Luís mientras bebía un trago de la botella que Sacó de uno de los bolsillos traseros de su gastado pantalón fuerte azul. Manolo, el dueño del colmado en el que el hombre de unos sesenta años de edad permanecía sentado, se negaba a creer aquello que le contaba su viejo amigo.

No sea tan pendejo, no siga creyendo tó la vaina que lo muelto no salen decía una y otra vez. Eso son “cuentue vieja” pa entretené a lo nieto desinquieto concluyó el incrédulo.

En ese mismo instante entraron a la pulpería el doctor Andrés y don Carlos, el primero, por años había acompañado a Luís en sus fiestas y bebidas, amén de que era conocido en el pueblo como un exitoso abogado y el segundo apenas tenía unos meses de haber llegado a la ciudad a trabajar como maestro en una escuela pública.

No bien afirmaron las nalgas en un banquillo los recién llegados cuando se hicieron partícipes activos de la conversación. El primero en hacer algún aporte fue el hombre de leyes:

La gente de ahora no quiere creer en nada. Yo recuerdo que una noche de estas caminaba por ese pedacito de calle que hay entre la iglesia Santa Rosa y el ayuntamiento. Era justo cuando la campana del parque comenzaba a anunciar las once de la noche. Yo les digo a ustedes que la que éste que está aquí pasó no fue una cosa cualquiera. Se fue la luz y en el instante mismo del apagón escuché a alguien caminando detrás de mí. ¡Anda el diablo pero que cosa que caminaba duro! Miré a la derecha y a la izquierda y no vi ni un alma, así que aliviané los pies y comencé a caminar rápido, pero mientras más rápido caminaba, con más prisa lo hacía quien me perseguía. Lo peor de todo fue cuando oí que me llamaron clarito por mi nombre y como ya sabía que no tenía posibilidad de quedar vivo miré para atrás y no quieran ustedes Saber lo que vi, ¡Qué cosa más espantosa! Si eso no era un muerto yo me quito mi nombre. La suerte que yo me acordé que mi abuela siempre usaba el Padrenuestro para espantar las brujas. Comencé a rezar con los ojos completamente cerrados y cuando le había dado como cinco vueltas a la oración abrí los ojos. ¡Óiganme! yo no sé que se hizo el muerto, lo único que sé es que ya no había nada

Para cuando Andrés hubo acabado su relato ya se había llenado el espacio de toda suerte de personas que fueron atraídas por aquella terrorífica historia y al instante el maestro de escuela exteriorizó la incredulidad que lo embargaba respecto a lo contado por su amigo:

Miren, no estén creyendo cosas. Los muertos no salen. Yo soy un hombre católico y el sacerdote de siempre dice que los del más allá no tienen nada que buscar entre los vivos y yo añado a eso que si acaso algún difunto llega a aparecer frente a nosotros nada puede hacernos

Pareció a la multitud que la intervención del profesional de las aulas era lo más lógico que se había escuchado desde que comenzó a correr el rumor del difunto que aparecía en el parque y que según algunos, en cada aparición asustaba a sus testigos afirmando que estaba ya muerto.

En el público había una señora cuyo nombre nunca ha trascendido. Vestía ella una falda negra tan larga que hacía imposible que alguien descubra el color o la forma de sus piernas y una blusa blanca de mangas largas abotonada hasta el cuello. Era raro verla sin un pañuelo morado atado cubriendo su cabeza y casi todos coincidían en que comenzó a vestirse así desde que quedó viuda cinco años a tras cuando todavía vivía en San Juan.

No se le conocían hijos u otros familiares, sin embargo una gran parte de las personas más respetuosas afirmaban que la dama se dedicaba a leer las cartas, las manos y la taza del café. Algunos aseguraban que había predicho la muerte del gobernador provincial ocho meses antes y que el senador la visitó cuando andaba en busca de los votos que luego lo llevaron al congreso.

Al acercarse a la multitud, no solamente afirmó que lo del muerto era verdad sino que hasta dijo saber cómo se llamó en vida y de qué forma se convirtió en un ser del más allá. . La gente le abrió un espacio y ella, como quien es invitada a dictar una cátedra a un grupo de estudiantes, comenzó a caminar hacia el centro mientras decía:

Ese hombre era un haitiano que de los que vendían en la acera de la iglesia. Se llamaba Jean Baptiste pero al cruzar la frontera comenzó a hacerse llamar Juan. Me dice una amiga mía que vive por esos alrededores que un día él sufrió un accidente cruzando hacia el parque. Supuestamente él llevaba una caja de maníes y cuando calló al suelo todo el mundo le fue encima. Todo el que estaba por ahí comió maní ese día. No se sabe si murió por el accidente o por la avalancha de personas que le fueron encima en busca de la mercancía y los pesitos que había hecho. Desde ese día su alma anda penando. Mucha gante dice que lo ha visto camino al parque, otros se han topado con él llegando al mercado viejo y otros lo han visto en el patio de la iglesia

Mientras cada individuo de la multitud sentía como si el corazón luchaba por saltarle del pecho, la mujer toco al doctor Andrés en los hombros en señal de que le cediera el asiento que ocupaba. El jurista quiso interrumpir para contar otro testimonio al respecto pues pensó que la doña le pedía algún refuerzo, pero ella, como quien está más que segura de lo que cuenta, lo empujó de la silla con la nalga izquierda y continuó:

Esta que está aquí ha visto ese muerto con estos ojos que se van a comer la tierra. Yo lo vi hace ya unos meses cuando celebraban las fiestas patronales en honor a Santa Rosa de Lima. Estaba sentado en un banco del parque como a eso de las doce de la noche cuando ya todo el mundo se estaba yendo para su casa. Recuerdo que cuando vi ese caballero vestido de blanco, en seguida comencé a rezar y fueron tan poderosos mis ruegos que le pasé por el lado y no se pudo ni mover de su asiento, después que dejé de rezar lo escuché voceando “toy muerto y tengo calambre”, “toy muerto y tengo calambre” y entonces yo le contesté “Vete al infierno alma en pena que los de aquí en la tierra no puedan drenar tus venas”

Cuando la señora terminó su historia eran ya las ocho de la noche y estaba muy oscuro. Carlos miró su reloj y creyó que le era prudente partir antes de que se haga muy tarde. Todos se morían de miedo, así que se fueron uno por uno y sin pronunciar muchas palabras.

Carlos llegó a su casa cerca de las nueve de la noche y su hija mayor le dijo que su madre había llamado hacía unos cinco minutos para que la fuera a recoger frente al edificio del ayuntamiento, pues, el chofer del hotel en que trabajaba como gerente de recursos humanos, solamente podían llevarla hasta ese punto.

El hombre se había mostrado escéptico respecto al asunto del muerto, pero después de escuchar tantas historias sobre el mismo asunto terminó dejándole al pueblo el beneficio de la duda Quiso cavar en tierra con los ojos, no dijo nada pero buscó dentro de sí algún argumento de los que había usado para rebatir aquello desde que lo escuchó pero nada encontró en su mente. Tenía la cabeza increíblemente vacía y el corazón latiendo a millón. Sin embargo era necesario ir a recoger a su esposa al mismo lugar que, según se decía, era escenario del difunto.

Se fue Carlos caminando lentamente al lugar. De camino solamente traía a la mente la escena del encuentro que tuvo Andrés con el muerto. Pensaba en qué haría cuando se encuentren porque _ decía_ seguramente lo veré, pues, si todos lo han visto, lo más seguro es que yo no me salve.

Cuando llegó al lugar, la campana anunciaba las diez de la noche, su esposa no llegaba, el ambiente era solitario, se fue la luz y él comenzó a desesperarse. Cruzó unas seis veces hacia el parque para luego regresar al lugar de espera.

En ese momento llegó un chofer de los que transportan personas a la capital y Carlos quiso aprovechar su compañía, pero cuando intentó acercarse ya el conductor abordaba su vehículo para partir otra vez, solamente se limitó a saludarlo y decirle:

Amigo, no se té mucho rato ahí que eto aquí se ha pueto muy grimoso

Las once de la noche se acercaban y el hombre de baja estatura y corazón tembloroso recordaba que a esa hora Andrés había visto al muerto. Quiso correr, pero no se atrevía así que cuando la desesperación y el miedo lo inundaron, él solamente se dejó caer sentado en la acera y ocultó la cabeza entre sus piernas.

Cuando la campana comenzó a anunciar la hora, el asustado hombre escuchó los pasos de alguien que caminaba hacia él. Su corazón se fue acelerando, se aceleró cada vez más y en cada paso que daba el desconocido el pecho se le apretaba un poco más.

Carlos entonces buscó en el suelo, manteniendo los ojos cerrados y descubrió una botella. La tomó y se paró de donde estaba sentado; mientras tanto el muerto se acercaba cada vez más. En un momento el miedo lo impulsó y se lanzó sobre desconocido, cuando le vio directo a los ojos quiso correr pero las piernas le fallaron. Recordó la botella que tenía en la mano derecha y al propinarle un golpe al individuo del más allá, que cada vez estaba más cerca de él, le escuchó decir:

¡Estoy muerto…!

De momento el asustado hombre le pegó fuertemente en la cabeza al difunto el cual cayó de inmediato al suelo, Carlos entonces se le lanzó encima otra vez, portando en su mano derecha el cuello de la botella y mientras le golpeaba la cara con el objeto ahora punzante le decía:

_ ¡Maldito muelto, yo a ti te mato!_

En un instante escuchó a alguien que lo llamó:

_ ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Deja ese hombre!

Se asustó tanto el despavorido hombre que clavó el cuello de la botella en la garganta del vagabundo justo cuando este decía:

_ ¡Amigo, yo toy muerto de hambre, déme algo por favor!_

Con el último fonema de su lamento, dejó de respirar y pasó a ser realmente un muerto cuya alma constantemente está penando en la conciencia de todo el pueblo.

FIN

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