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Tres relatos

diciembre 4, 2002

Carnaval

Alguien me dijo que soñó que cortaba la cabeza de un dragón y yo, esa noche, no pude evitar el enfrentamiento con el mismo demonio. Se venía repitiendo un sueño sí y otro no; un sueño sí y otro no; un sueño sí y otro no. Y apliqué la valentía de mi amigo. En una de esas corté (yo también se hacerlo) la cabeza del contrario. Un corte seco hecho con una espada imaginaria, de esas que a veces aparecen en los sueños o en los cuentos de Borges, quién sabe bajo qué oculto motivo.

Y fue el otro día, comentando en la comida con mi esposa y mis niñas cualquier cosa de la televisión, en el mismo momento que me llevaba la cuchara de sopa a la boca, cuando esa cabeza de diablo desquiciado cayó desde lo alto hasta la fuente de ensalada, en el medio de la mesa. Evidentemente yo no dije esta boca es mía, seguí sorbiendo de la cuchara como si nada hubiera pasado. Y tapé, como pude y en un ejercicio hipócrita, los cuernos con hojas de ensalada, los cabellos rojos con remolacha.

Mis hijitas se alertaron y chillaron, lloraron como nunca. Mi esposa me miraba sorprendida y los dos luchábamos, tenedor con tenedor, en la fuente de ensalada. Ella por apartar, yo por ocultar. Ganó ella y cogió la cabeza.

-¡Queridas, una careta! –dijo sonriendo.

Asentí. Se la arrebaté y presioné con todas mis fuerzas, hasta que me cupo y pude sacar la lengua por esa boca enrojecida de diablo y prometer (como quien promete una minucia) un viaje a Disneyworld para Carnaval.

Altruismo

Nadie adivinó cómo llegó el muerto hasta allí, y menos cómo fue posible que llegara con ataúd y todo, bien arriba, a la plaza más alejada del centro del pueblo. Una maraña de subidas y bajadas trazaba las líneas de las calles. La hipótesis que más chismes logró fue que había caído de algún avión, de algún aparato de esos que alguna vez sobrevolaba los campos, en un despiste.

Las mujeres que vivían por allá arriba, tras ver que sus maridos no prestaban ninguna atención a la caja de madera y que los niños ya comenzaban a jugar con ella, a esconderse en el juego del escondite y a intentar abrirla, fueron las que los mantuvieron alejados (castigos y más castigos) y esperaron al invierno. Entonces utilizaron el hielo para tirar agua por las calles y empujar el ataúd hasta el barrio y medio, el que quedaba en la mitad del pueblo, ni arriba ni abajo, neutral. Los vecinos de esa zona, al ver que la caja permanecía más de lo debido, siguieron la misma táctica y lanzaron cubos y cubos al cemento. Costó un poco más pero la voluntad de las mujeres y la acción de algunos hombres (eran más trabajadores que los de la parte alta) consiguieron que la caja resbalando fuese a parar a la parte baja.

Allá todo era diferente: todo caía y nada bajaba más. Era el final del polvo, de las piedras, de la lluvia. Y los niños fueron hasta el límite del pueblo cuando se enteraron que allí había llegado. Ese lugar tenía todas las muñecas, balones y muertos del pueblo. Los pequeños corrieron, contentos pero en silencio. Sabían que podían ser descubiertos. Los padres estarían vigilando y una mínima sospecha conseguiría que no les dejaran ir tan abajo nunca más.

Los vecinos de esa parte los recibieron con alegría. Como eran dados a regalar y a dar cariño, amor y más amor, y siempre mucho más de lo que recibían, no se tomaron a mal ese dejar correr hacia abajo lo que arriba molesta. Tan sólo abrieron el ataúd, saludaron al muerto, y lo repartieron en pedacitos proporcionales entre todos los niños.

Abecedarios y arañas
A J.C.

Prefiero recoger palabras del suelo que cortarle la pata a una araña y enviársela al Ministro del Defensa metida en un sobre. Es loable esta segunda tarea, sin duda, pero pertenece más bien a un tipo subversivo, sin escrúpulos, o a un idólatra de Cortázar, no a mí. Y aunque yo muero por Cortázar, prefiero coleccionar palabras, letras y dichos.

Aquí una A, allí han dejado caer una Z, una W en la papelera, pues allá que voy. Quizás lo que más problemas den es almacenarlas en casa, porque las guardas en los cajones, bien ordenaditas, y te vas a la cama convencido del trabajo y por la mañana te las encuentras emparejándose unas con otras. Y cuando menos te lo esperas, ya tienes a la palabra PAZ atemorizada, a GUERRA en la sopa, ACCIÓN HUMANITARIA bajo el edredón y en cualquier rincón del sueño, PREVENTIVA (esta palabra es cabezona por antonomasia) en el bidet, taponando la salida de aguas de la lavadora, en la nevera.

Y ahí es donde está el reto, en ordenarlas. Se les tiene que explicar que se mezclan mal, que no quieren decir lo que creen decir y que deben olvidar de su cabecita de palabras locas esos significados impuestos. Es cuestión de sentarlas en unas sillitas especiales y enseñarles en una pizarra todo sobre la guerra, la paz y la libertad.

Entonces sí, se ordenan como tienen que ordenarse, con el sentido exacto. Y ya es el momento de enviarlas otra vez a la calle, a que corran por la boca de la gente, a que pisen parques y comercios y asociaciones. Y si rozan a algún político ¡bienvenido sea! Si no, hay que abrir un sobre, convencerlas de que el viaje será corto, nada pesado, y remitirlas al Ministerio. Con pata o sin pata de araña, eso va a gustos.

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