Dark
Light

Veneno

diciembre 4, 2002

Kenzaburo pagaba a los mejores pescadores de Tokio
para que le guardasen un ejemplar de pez globo, aunque sabía
perfectamente que ellos dejaban los más hermosos y robustos
para el mercado negro o para sí mismos. La pesca,
venta y distribución del pez globo estaba regulada por el Gobierno.
Su precio oficial era demasiado alto, así que los restaurantes
de la costa adquirian sólo el número imprescindible
cada mañana, o cada dos mañanas. El control sobre su limpieza
era estricto, y las multas, terribles. Y todo para nada,
pensaba Kenzaburo, que una vez a la semana se sentaba a esperar,
en su apartamento de Shinagawa, a que le trajeran un
ejemplar de pez globo especialmente seleccionado por los
pescadores, siempre agradecidos por su generosidad. Y todo
para nada, se decía Kenzaburo, porque de hecho comer
amblyrhynchotes diadematus ya implicaba una decision que
nada tenía que ver con el Gobierno o con la salud. Ni siquiera
con el hambre. Antes de las nueve Kenzaburo ya había desayunado
té y frutas amargas. Su sirvienta, Yakomi, lo encontró
inmóvil junto a la celosía de madera, acariciando una vasija de
Edo amarilla y verde con la punta de los dedos. Kenzaburo se
sintió de pronto observado, giró la cabeza y miró con amable
desdén a Yakomi. Hay un pájaro – le dijo -, un pájaro blanco
que parece de arroz, posado en el surtidor del patio. Me da
tristeza verlo porque sé que con la lluvia se empaparán sus
plumas y ya no será el mismo, ¿entiendes? Yakomi no contestó,
retiró la bandeja dorada y negra con el desayuno y desapareció
por el tabique corredero.
A las nueve y media llegaron los pescadores. Yakomi los
invitó a pasar pero ellos bajaron la cabeza y contestaron que
no, que no debían franquear la puerta de una morada tan noble
y menos aún vestidos con andrajos. Uno de ellos observaba
perplejo la piedra pulida de los escalones de la entrada, y
también los tobillos de Yakomi. Ella les pidió que esperasen.
Fue a anunciarle a Kenzaburo que los pescadores habían llegado,
y que no estaban dispuestos a franquear la puerta de
su casa. Kenzaburo montó en cólera -una cólera medida, su-
surrada e irónica, como era siempre la violencia en Kenzaburo
– y le ordenó que hiciera pasar a los pescadores y les sirviese
un té de bambú, junto con dos de sus mejores kimonos.
Sentado en el tatami del salón de huéspedes, Kenzaburo
contemplaba los dibujos de las lámparas. Reinaba el silencio,
salvo esporádicos sonidos de metal o loza provenientes de la
cocina, al otro extremo de la casa. La madera del suelo se habia
oscurecido. Al fondo del salón, encima de una mesilla plegable,
había un retrato de una mujer joven. La fotografía estaba deteriorada
pese al minucioso marco de plata, el rostro desvaído de
la muchacha sonreía con una mueca lánguida y amnésica en los
labios. Kenzaburo apartó la vista del retrato, y pensó en los pescadores
que acababan de irse de su casa después de no haber
probado apenas el té de bambú. Más que dichosos u honrados,
los pescadores se habían retirado pesarosos, compungidos por
la responsabilidad que implicaba haber sido agasajados por un
señor tan honorable y tan rico, y al que ahora ya no sabrían
cómo corresponder. Quizá con pescado, había bromeado
Kenzaburo, pero uno de ellos había sacudido enérgicamente la
cabeza y rechazado la idea de pagar de ese modo una deferencia
tan grande. Kenzaburo habia reparado en sus voces temerosas,
en sus pieles fuertes y maltratadas por la sal, y se había
sentido triste. Para alegrarse un poco les preguntó qué habían
pescado hoy además de peces globo, y los pescadores respondieron
que como era domingo sólo se dedicaban a la caballa y
al arenque para poder volver más temprano con sus familias.
Cuando Yakomi entró con el té, Kenzaburo advirtió un
extraño ademán de incomodidad en uno de los pescadores,
que sólo pareció recobrar la calma una vez que Yakomi hubo
desaparecido tras el tabique corredero. En ese momento se
había hecho un silencio tedioso, cargado de respeto, y entonces
Kenzaburo comentó que resultaba curioso como en francés
pescado y veneno se decían casi igual. Ninguno de los dos
pescadores pareció interesado en la coincidencia, y en cambio
uno de ellos dijo que el pez globo que le habían traido era la
mejor pieza que habían tenido el honor de pescar nunca gra-
cias a la misericordia del todopoderoso Amaterasu. El otro
asintió con la cabeza. Kenzaburo entretuvo un rato la mirada
entre las vigas del salón y sintió frío súbitamente. Agradeció a
los pecadores el cuidado en la selección de su pez globo, les
pagó en demasia, recibió las contrariadas reverencias de ambos,
llamó a Yakomi, vió cómo las tres siluetas se deslizaban
juntas a través de las paredes rojas del corredor, luego la soledad.
Alrededor de las once Kenzaburo ordenó que la cocina
empezase a funcionar. Entonces cogió la cesta de mimbre y
extrajo, de entre las hojas de bambú, un paquete fresco y hú-
medo que desenvolvió hasta rozar la piel áspera y gelatinosa
del amblyrhynchotes diadematus, que conservaba los ojos intactos
y abiertos, los globos oculares tensos como si aún vieran.
Las membranas superiores eran de color negro, con vetas
amarronadas que coincidían con las aletas protectoras.
Kenzaburo habría jurado que el pez globo parecía cansado,
como si hubiera recibido la muerte con alivio después de muchos
años. Pero él sabía que eso no era posible, porque los
peces globo apenas vivían unos pocos meses antes de darse
muerte a sí mismos, haciendo explotar sus glándulas venenosas
dentro de su estómago. En la boca del pez, blanca e imperceptible,
de labios casi humanos, relucía una ligera flema
transparente. Kenzaburo envolvió de nuevo el pez y llamó a
Yakomi, que tardó algo más de lo conveniente en aparecer
detrás del biombo estampado. Llévate el pez a la cocina y dile
a la cocinera que lo tenga a punto para las doce y media, le
dijo sin apartar la mirada del enrejado de la celosía. Yakomi
dio la sensación de querer decir algo, pero giró inmediatamente
sobre sus talones y se alejó percutiendo suavemente el
suelo. El pez globo se cocinaba muy bien al orégano. Aunque
la costumbre resultaba más bien occidental, Kenzaburo exigía
siempre una pizca de orégano mojado en aceite tibio, para
atenuar el inicio amargo del pez globo, que arañaba un poco
el paladar hasta ablandarse definitivamente y supurar una especie
de arenisca azucarada justo al llegar al estómago. Si, el
problema era el inicio, esa hostilidad que el amblyrhynchotes
mostraba hacia la vida y hacia los hombres incluso despues de
muerto. ¿Por qué era delicioso un pez letal? Kenzaburo pensó
en la idea de castigo y se levantó del tatami para encender un
incienso. Pero, en lugar de volver a sentarse, permaneció de
pie junto a la celosía, oyendo manar el surtidor. ¿Servía de
algo que se regulase la pesca y venta del pez globo? Él opinaba
que para nada; al fin y al cabo, en el mar de Japón había
muchas otras especies tanto o más alimenticias y mucho más
baratas. ¿Acaso no sabe perfectamente a que se expone
quien pide un pez globo para almorzar? Los cocineros de pescado
sabían extraer la hiel venenosa del vientre del pez globo
antes de condimentarlo, pero ¿que podía hacer el Gobierno al
respecto? Nada, nada en absoluto. Kenzaburo sacudió la cabeza.
A las doce y veinte Yakomi se coló entre dos haces de
luz blanca para anunciarle a Kenzaburo que el almuerzo estaba
casi listo, y preguntarle si tenía la bondad de sentarse a la
mesa del comedor. Desde allí sólo podia verse un rincón del
patio, y apenas se adivinaba el discurrir del surtidor a lo lejos.
Por el cristal enrejado de la ventana del comedor se veía un
cerezo florecido, como vapor rosado bajo el cielo. Hacía calor.
Desde la cocina llegaba un rumor de cubiertos, loza y cristales.
Llamó a Yakomi. Le pidió que no hicieran tanto ruido,
pero ella contestó que ya habían terminado. Que lo sirvan,
entonces, dijo Kenzaburo.
La bandeja de céramica estaba colocada en el centro de
la mesa. A su alrededor, ensalada de arroz y frutas. Yakomi le
llenó el cuenco de sake. Kenzaburo sonrió, por primera vez en
la mañana. La joven se alarmó un poco y volvió la cabeza rá-
pidamente, mientras Kenzaburo exhalaba un suspiro
inaudible. Miró al pez globo, recostado en una sola pieza sobre
la cerámica, rodeado de verduras. Entonces tuvo un presentimiento.
Probó el sake y detuvo con la voz a Yakomi, que
ya se retiraba a la cocina. Yakomi – susurró -, dile a la cocinera
que tú y ella os toméis el domingo libre. Pasead por Tokio,
nunca salís de esta casa. Marchaos. Yakomi balbuceó un agradecimiento
y desapareció deslizando los pies con cautela,
como procurando no despertar a Kenzaburo de algún insólito
sueño. Muy poco después resonó la puerta de la casa y enseguida
la verja del jardín. Kenzaburo se sirvió más sake, pero
no bebió. El pez globo parecía latir por dentro y destellar a
través de los botones negros de sus ojos. Kenzaburo volvió a
suspirar, luego permaneció escuchando los ecos de su propio
suspiro en la memoria. Cerró los ojos, y tuvo frente a sí la
aparición de una joven de tez desmayada que le sonreía desde
la ausencia. Regresó al centro de la mesa, a la bandeja de
cerámica, a la ensalada de arroz y al cuenco granate por fuera
y lechoso por dentro. Acercó la bandeja a su plato y clavó el
cuchillo en el vientre del pez globo, sirviéndose la porción que
iba desde el medio abdomen hasta el inicio de la cola. La carne
del pez cedió con docilidad, como la víctima que aguarda
indiferente su castigo. Del corte brotaron unos efluvios viscosos,
aromáticos. Kenzaburo comenzó a cortar la porción en
pequeños trozos, esperando a que bajase su temperatura. En
ese momento se dio cuenta de que ya no se oía el surtidor, y
entonces todo fue más dulce

Don't Miss

Convirtiéndose en hombre

Historia corta de un niño que aprendió a crecer. El

Paul Ricoeur: educación y narración

La comprensión de si es narrativa de un extremo a