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Literatura y vida

diciembre 4, 2002

Parecería redundante unir las palabras literatura y vida, porque son sinónimos de una misma realidad verdadera. Dos personas distintas y un solo ser. Mas esto desdichadamente no es cierto tratándose de la literatura argentina que constituye un reinado dentro de otro, un territorio neutral en que los entes vivos son fantasmas retóricos. Personajes de ficción en un mundo de ficción.

Mi juicio es, señores, harto severo, lo reconozco; pero hace ya un cuarto de siglo que vengo predicando la necesidad de abrir los ojos al mundo en que vivimos, sin duda más feo y más doloroso que el que habitan las musas; predicando la necesidad de ser honrados en copiar al menos como buenos escolares el modelo que la historia y la sociedad nos exhiben doquier. Literatura y vida, pues, no significaron entre nosotros la misma cosa, sino algo sumamente importante, que era la obra literaria, y algo sumamente desdeñable, que era la vida del pobre pueblo ignorante y rapaz. Debo advertir ya que es excepción el Martín Fierro y algunas obras a que me referiré más adelante. Asimismo ustedes que no están de ninguna manera exentos de esta culpabilidad, ¿qué otras obras pueden poner a la par de Los tres gauchos orientales? Ya sé que ustedes han vivido, por los orígenes históricos y políticos, por la cohesión de la familia uruguaya en un hogar pequeño y no a la intemperie de tres millones de kilómetros cuadrados como la nuestra, una literatura más verídica, sobre todo en el cuento y en algunos poetas que no mencionaré porque son mis amigos. Sin embargo diré antes de olvidarme, porque mi memoria es muy frágil, que la obra maestra de la narrativa uruguaya, que pudo haber servido de canon para construir una grande, universal literatura, es La tierra purpúrea, de Hudson, muy poco leída y menos estimada. Este reproche inicial, porque tengo otros preparados, se nos puede hacer a los argentinos, pues precisamente Hudson ha sido nuestro más fiel narrador, nuestro más grande representante en las letras de más alta categoría, y sus obras permanecen en el destierro del idioma inglés a que lo condenamos hace unos ochenta años, haciéndole imposible la vida del espíritu entre nosotros. No admito réplicas a este respecto, porque también yo, como los ultra patriotas que dicen que Hudson fue un gringo extranjero, ya que escribió en inglés exclusivamente, tengo mis fanatismos y uno de ellos es el de la incredulidad. No creo en los que por patriotismo reniegan de la patria.

Tenemos unas figuras, mascarones de proa, que ocupan el proscenio de nuestro drama argentino, en la cultura, en la vida corriente, en la política, en todas las actividades sociales, y que dificultan ver y oír a las otras figuras que están detrás y que son gigantescas, simplemente. También ustedes tienen un eximio prosista cuasi pensador o filósofo de la juventud, y un poeta épico casi tan grandilocuente como nuestro artillero poético Andrade, pedagogos, poetas y poetisas, toda un ringlera de fantoches que impiden adelantar al proscenio a los verdaderos lampadóforos de la cultura y particularmente de nuestra cultura literaria. Si yo les preguntara en qué lugar están Florencio Sánchez y Horacio Quiroga, para no demorarme en otros gloriosos nombres, tendrían que confesar que como Sarmiento, Hudson y Groussac entre nosotros, los han pospuesto a meros fantoches, monigotes o esperpentos varios y hasta ridículos del drama nacional.

Es así. Yo lamento tener que usar este lenguaje que no era antaño el mío, pero que ahora lo es, en la necesidad de no transigir con los que han labrado consciente o inconscientemente, pero con sumo primor, la desdicha y la penuria de nuestra patria. Entre los causantes de esta desgracia, que para muchos no es importante porque no afecta la pecunia del Fisco, están los escritores, los novelistas y cuentistas en primer término, los dramaturgos y ensayistas después. Si nuestro pueblo y acaso el uruguayo — pero permítanme que ahora nos separemos –. Si mi pueblo hubiera tenido lecturas informativas, leales, honradas, sobre la vida de los suburbios, de los campos, de las ciudades, una literatura desagradable como las mejores literaturas del mundo, la rusa, la inglesa, la francesa, la italiana de nuestros días, la ecuatoriana, la brasileña, la norteamericana (“literatura de removedores de estiércol”, decía el estercolista Teodoro Roosevelt) no habría incurrido en tan graves yerros. Porque esas caídas que a ustedes mismos tienen que haberles dolido como en carne propia, y si así lo evidenciaron, se debieron en gran parte a que mi pueblo ignora en qué país vive, con quiénes convive, cuáles son los altos ideales humanitarios que dan nobleza y valor a la vida, la existencia de un pueblo integrado por otro pueblo oprimido, ignorante, quizá cubierto de oprobio e ignominia, un pueblo de delincuentes, de cortesanas, de huérfanos, de humillados y ofendidos. Pensad en Dostoievski y en cierto modo en Gogol, Dickens, Balzac, Zola, Sherwood Anderson y un millar de otros escritores de literatura desagradable. La que las damas de caridad, los profesores de moral cristiana y cívica, los encubridores de la miseria y del dolor no leen, prohíben que se lea y hacen indecoroso que se escriba. Yo no voy a defender aquí ante ustedes, respetables señoras y señores, la tesis de que en las cárceles está lo mejor de la sociedad, porque eso lo dijo de Siberia y del pueblo ruso Dostoievski y yo no tengo ni su autoridad, ni su genio, ni su coraje. No lo creo en términos absolutos; mas perdónenme que les diga que hay en esa sentencia muchísimo de verdad, y que una verdaderamente grande literatura, como una música verdaderamente grande, tiene que reflejar lo más doloroso y triste de la vida. Pues la felicidad, si existe, la alegría, el gozo de la salud y del confort lo proclaman la naturaleza y hasta los animales. La redención exige la cicuta y la cruz; la conciencia del mal que causamos sin saberlo se despierta con la comisión del delito:

Raskolnikoff se purifica por un doble asesinato, la pobre Sonia, que nos ha hecho llorar cuando leíamos su historia, y que nos hará llorar muchas veces, si no nos hemos pervertido, exhibe como documento de identidad su carnet amarillo.

Les hablo así porque tengo un ineludible deber que cumplir en este último tiempo de mi vida. Antes, no hace mucho, me habría escandalizado de mi propia voz, porque he desdeñado o compadecido simplemente a ese pueblo que sufre en silencio, sin quejarse como los animales heridos, y que es donde está la flor del sacrificio y de la confraternidad. Tengo una triste experiencia del “homo sapiens” y en cambio otra excelente del animal humano. ¿Para qué poner ejemplos ineficaces? Me bastaría el del pan y los cultivos de flores que abonan con detritus repugnantes; el pan que necesita la levadura. Mas bien, si me consienten esta otra novedad, es de pensar en algún misterio teológico, quiero decir impenetrable o trascendente al saber humano. Tal el que asegura que Job y Cristo fueron elegidos por el Señor para la salvación del individuo y de la especie, respectivamente. Uno sufrió su pasión en un muladar y el otro en la cruz de los ladrones. Puedo citaros por añadidura, y no es esto erudición ni ociosidad, un centenar de casos evangélicos de la vida laica y secular; pero prefiero admitir que los conocen ustedes o que pocas palabras los han puesto ya o los pondrán en la dirección en que les pido que miren conmigo lo que importa: lo que vale y lo que constituye el mérito real de una gran literatura.

Mas ni por un instante imaginen que desprecio el trabajo, la paciencia del artista que labra y pule su obra, de un Cellini, de un Van der Meer, de un Baudelaire, de un Hazlitt, de un Mallarmé, de un Valéry. Yo he procurado durante muchos años y en varios libros, aproximarme al ideal de un arte pulcro y hasta bizantino, aunque jamás de joyería; prefiero otras metáforas: musica y arquitectura ornamentales. Muy tarde me he estremecido con los “Negro spirituals”, con las canciones de borrachos que oí y descubrí grabadas en el archivo folklórico de la Universidad de Chicago. Fueron los libros que allí me enseñaron más. Durante horas escuché como la voz de los ángeles, la de esos pobres cantores que no sabían cantar y aullaban su congoja cantándola. Después he tomado aversión a las sopranos y a los tenores egresados de los conservatorios. No perdería un minuto para escuchar a Beniamino Gigli o a Lilí Pons, pero con una mujerzuela o con un negro changador de Recife o de Santos sí pasaría una hora escuchándolos gemir y cantar. Nuestro gran Hudson, al que ni ustedes ni nosotros queremos, dijo que prefería el canto de la langosta verde a la sonoridad del piano, que caminaría leguas para oírlo y que en cambio no daría un paso para oír a una diva. Todo esto se comprende muy tarde porque son de las verdades que Chestov ha llamado “revelaciones de la muerte”.

Feliz el pueblo que tiene una literatura como la tuvieron el siglo de Pericles, el Renacimiento italiano, la época isabelina y la Ilustración francesa; pero desdichado el pueblo que no tiene poetas bárbaros como los profetas y sí obras perfectas, mujeres perfectas, hombres y niños perfectos, maestros perfectos, moralistas perfectos. Vean cómo y cuán defectuoso hizo el mundo Dios: lleno de maravillas, es cierto, de milagros inconcebibles de belleza y exactitud, y de miserias, imperfecciones y brutalidades indignantes. Tuvo razón Alfonso el Sabio, si dijo que de haberlo consultado Dios le habría salido mejor. Pero con esa mala caligrafía escribe Dios las obras eternas.

He dicho en Buenos Aires ante un grupo de intelectuales que me interpretaron al sesgo, qué beneficios se pueden extraer de un desastre tan inmenso y tan penoso como ha sido el que infligió el sismo peronista a mi país. No puse ningún ejemplo y los ejemplos son como láminas ilustrativas, indispensables en ciertos textos para los niños y para los intelectuales. Necesito, pues, preparar el ánimo de ustedes favorablemente, para no incurrir aquí en tierra de libertad y democracia verdaderas, en equívoco igual. Me ha predispuesto hace muchos años en favor de ustedes la pintura cruel y veraz del auténtico sentimiento de solidaridad humana que exhibió Hudson en La tierra purpúrea, mostrándole a los ingleses sus fallas, las de “la tierra que Inglaterra perdió” poniéndonos mediante ellas en pro de todas sus imperfecciones y hasta maldades. No se aflijan entonces cuando alguno de nuestros notorios historiadores o sociólogos menosprecian a los próceres de esta tierra y a sus venerables instituciones democráticas o, más bien, populares.

Debo decirles, simplemente, que en alguna parte leí, y no creo que por traidor británico a su patria o anarquista peligroso para la seguridad del Estado, que el bombardeo nazi de Londres dejaba como saldo favorable la demolición de varias manzanas de edificios vetustos y feos que desde muchas años atrás debieron haberse derribado habilitando espaciosos parques en su lugar. El peronismo ha sido para mi país un terremoto, una gran calamidad, un bombardeo que han padecido ustedes en parte y que conocen, acaso mejor que nosotros. Mucho más grande y profunda calamidad porque existía desde mucho antes de aparecer el líder epónimo que cargó con su lote, en definitiva, que subsiste y que posiblemente subsistirá otros muchos años bajo las más increíbles metamorfosis, como Proteo. Ha causado enormes, inconmensurables e insondables daños, pero ha arrasado algunas manzanas de edificación vetusta y fea de nuestra arquitectura urbano-colonial. Saben ustedes qué afición tenemos nosotros, los de la banda occidental, al estilo colonial en esta clase de construcciones, cómo con ese terremoto han sido derruidos los rascacielos que terminábamos de alzar juntamente con las casas señoriales de reja y aljibe, amén de los tugurios de adobe. El peronismo nos ha revelado a los argentinos, y a los escritores entre ellos, por si es preciso advertir que forman parte del pueblo argentino, la existencia de algunos miembros indeseables de la familia, pero que eran primos y hermanos nuestros. Eran, en verdad, una parte de la familia con los mismos derechos, o parecidos, a los del primogénito o la señorita normalista. Los teníamos relegados a las habitaciones de los fondos de la finca solariega, avergonzados de que fueran tan rústicos, insolentes y rapaces. Sin embargo, eran de la misma sangre. Perón abrió la puerta que daba al patio del corral y los hizo entrar. Después de saludarlos palmeándoles el hombro los sentó a la mesa, de la que ocupaban él y la señora de la casa las cabeceras. Y señalándoles los retratos de los antecesores, la vajilla de plata, los ricos muebles –como en alguna escena de Hernani– les prometió entregarles las llaves de la puerta de calle, poner sus retratos en lugar de los de sus abuelos y transferirles la propiedad y los fondos bancarios… Quedamos espantados, porque no era para menos. Jamás habíamos presenciado, una invasión de los parientes pobres y sucios en la sala y en el comedor, ante las visitas atónitas, que también las había. Sin embargo eran de nuestra estirpe, con la misma sangre en las venas, eran nuestros miserables hermanos, los que habían ayudado poniendo ladrillos y acarreando barro a levantar un ala nueva del solar paterno. ¿Dónde habían estado secuestrados, escondidos, negados con vergüenza y temor? Nos dieron miedo y debieron habernos dado compasión; pensamos que deberíamos pedir su desalojo por la fuerza pública en vez de hallarles instalación decorosa en las habitaciones y no en el corral. Si nuestros escritores hubieran escrito sobre ellos, si nos hubieran advertido que había entre nosotros seres tan desdichados y solos, tan fuera de toda participación en los bienes comunes, no habríamos esperado a que ingresaran con aire de desafío y los zapatos sucios. Si antes escritores del pueblo como Gogol, Dickens, George Sand hubieran mostrado sus llagas, sus vicios, sus angustias, no habrían sido engañados, seducidos, estafados, envilecidos, no se les habría comprado la progenitura por un plato de lentejas, pues en eso vino a terminar el invitarlos a la mesa redonda de la familia. ¿Qué haremos ahora? Hay quienes proponen echarlos al corral con la policía.

Señores: muy tarde en los umbrales de mi vejez, después de haber dedicado con pasión veinticinco años a las letras, a la poesía y al ensayo de crítica social, decidí acercarme a ese pueblo del andrajo, a ese Lumpenproletariat como se le llama en lenguaje técnico; y abandonando cruelmente a las musas (que todas quedaban encinta conforme a los consejos de Darío), descendí a los infiernos, según la definición de Martín Fierro, y ya veis que me muevo entre autoridades. A los infiernos de la frontera y de los toldos, donde hace muchos años vivían esos hermanos, más tarde refugiados en la ciudad, que es donde Perón los encontró, esperándolo. Porque lo esperaban, pobrecitos, con los brazos tendidos. Comprendí entonces muchas cosas que había ignorado, sin ser yo un aristócrata del dinero, pero sí un pensador y un artista para las “elites”. Cinco años de hospital me revelaron, como los diez del presidio de Siberia a Dostoievski, que si algo había realmente puro en la miseria, inocente en la maldad, cándido en la corrupción, era el del bajo pueblo, el de los desheredados, como había leído muchas veces que lo llamaban, para despreciarlo o compadecerlo, sin saber bien que no era una palabra vacía sino llena de carne y de lágrimas. ¡Cuánta tristeza, soledad, desamparo y desesperanza había en esas almas sombrías! El viaje de Dante a través del Infierno no fue más revelador ni pavoroso que el mío por las salas de los hospitales y las clínicas. ¡Dios, pude yo exclamar como Puschkin al leer Almas muertas, de Gogol, Dios, qué triste es nuestro pueblo!
Me es indispensable aquí apelar a una confesión. El gran Horacio Quiroga, mi maestro y hermano, que a ustedes y nosotros pertenece por igual, escribió una clase de cuento característico suyo, con el mensú de Misiones por protagonista. También los hizo a la manera de Maupassant, Kipling y Poe, que fueron sus autores favoritos, y con bastante maestría. Estos cuentos no significan lo que aquéllos. El desierto, Los desterrados, para citar algunos libros, contienen el material más valioso y representativo de sus dotes literarias y personales. Ahí la vida de la selva misionera, terrible como sus animales y sus plantas, se nos ofrece con toda la crudeza de su amarga y tajante realidad. Los cuentos de Quiroga en muchos sentidos siguen siendo de lo mejor que tiene la literatura rioplatense. Esa es literatura auténtica, no porque se refiere a la vida de los humildes y ofendidos, ni porque esté bien elaborada. Lo primero puede ser susceptible de comercialización política, como lo ha sido, y lo segundo es cuestión de oficio o de mester. Ambos ardides se aprenden. Pertenece a una gran literatura porque es copia veraz y sin retoques de lo real y cierto, feo y rudo, cruel y torpe, tal como viven la mujer, el hombre y el niño de la selva. Nadie puede avergonzarse si no es un sinvergüenza, de que exista en la zona de cualquier país ese tipo social y psicológico, moral y fisiológico, porque los hay muchos peores aún y tienen hoy un lugar en las letras universales, lugar que dejaron los reyes y los santos. Viven además en el corazón de gentes de múltiples razas e idiomas. Es buena literatura porque no traiciona ni desfigura la realidad, y la realidad siempre es supremo artífice de belleza, de verdad y de simpatía. Por la literatura verista amamos hasta a los que podríamos aborrecer, dicho con palabras casi fieles de Anatole France. Esa literatura realista y fácil, la de Quiroga, Tolstoi, Kipling y los paisanos es, además de buena y fácil, muy difícil de lograr. Algún cuento breve de dos o tres páginas, como “El hijo”, de Quiroga, por ejemplo, contiene tanta sustancia y mérito como una sinfonía de Brahms, una novela de Proust o un cuadro de Cézanne. Tanto mérito y sin duda tanto trabajo. Y cuando se aprende a hacer bien algo, se hace bien con más facilidad que mal. Mas es preciso aprender a hacerlo bien, y para esto no es menester estudiar las preceptivas ni hacer ejercicios escolares sobre la plana de los maestros. Basta acercarse a la vida, sobre todo a la humilde, como vengo diciendo, con humildad, ponerse a su servicio como amanuenses que copian lo que ella dicta (y ahora la frase es de Balzac), amar lo que se ve como es, sin corregirle la plana al Autor.
Tenemos otro caso ejemplar en el Martín Fierro. Cuántas veces lo hemos leído y cuántos lectores hay que lo saben de memoria y, sin embargo, no lo han entendido o comprendido. También lo leen los españoles en España y no creemos que por eso lo entiendan o lo comprendan. Pues por ambas palabras quiero expresar el entrar en vivencia, en comunión con la obra. Yo lo comprendí cuando tenía más de cuarenta años, por revelación de un amigo fraternal, Enrique Espinoza, lo confieso con gusto.
—¿Quiere usted que leamos juntos el Martín Fierro esta noche?
—Sí – le contesté.
—¿Ha vuelto a leerlo hace poco?
—Lo he leído varias veces y está en el programa de Literatura que enseño.
—Bueno. Tome usted papel y lápiz y anotemos, señor profesor, los ripios, los versos defectuosos, los flojos (con hiato, por ejemplo), las estrofas inexpresivas, los adjetivos falsos, incorrectos o equívocos.
Nos pusimos a la lectura después de cenar y al amanecer, cuando terminábamos de leer el poema, el papel estaba intacto y yo absorto.
—Esto es asombroso —le dije—. ¡Debajo de tan mala capa se oculta tan buen bebedor!
—¡Debajo de estas piedras, brillantes! Escriba usted sobre este poema.

Y me puse a trabajar en él y trabajé siete años para componer Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Precisamente Enrique Espinoza me había hecho conocer la obra de Quiroga, y a él personalmente. Fue uno de los grandes bienes de mi vida. Y también por él conocí y gusté a Hudson. Imaginen si es justo que le rinda aquí, precisamente en la tierra purpúrea, el homenaje de mi agradecimiento. Lo que me fue revelado aquella noche y que traté de hacer comprensible a los demás con poca suerte, lo declaro, quisiera intentarlo otra vez con vosotros. Pues para eso he venido, valetudinario y muy cansado. Es nuestro y vuestro Martín Fierro, otra de las pocas obras rioplatenses en que la vida vive. También ha sido aprovechado por la literatura proletaria y hasta por la propaganda socialista, que considera al pobre Martín Fierro una víctima del capital internacional, digamos de la Standard Oil, pues es bueno hasta para ese uso. Tampoco es ahí agradable la vida, efectivamente. ¡Pero es que acaso únicamente la vida dolorosa, triste, marginal de la cárcel y el hospital es la que cuenta en la literatura? No quiero que piensenustedes que crea yo tal necedad. Pero si creo que esa vida dolorosa y triste, es la levadura y el abono fecundizante de la vida. Como el estiércol en los invernáculos, es indispensable para obtener las más hermosas y fragantes variedades en la floricultura de las letras. Sin levadura no hay pan, hay masa inerte. La masa no es pan; la flor de trapo no es flor.

¿Qué es lo que impide entre nosotros que el escritor y el lector vayan rectamente a esa vida y a ese almácigo de vida sin disfraz y sin oropeles? Pues saben ustedes que también el lector estraga al escritor, como el pueblo al político. Se lo impide a ambos un sentimiento respetable si es sano, y altamente vituperable si es enfermizo o vacuo. Ese sentimiento es el patriotismo.

El patriotismo constituye sobre todo en Hispanoamérica un género literario extenso, profundo y voraz. Es como ciertos yuyos de raíz extensa, profunda y voraz. Devora y marchita el patriotismo enfermizo o vacuo cuanto cubre, como yuyo y como planta parasitaria que vive a expensas de otras. Nosotros hemos tenido la desgracia de poseer dos símbolos de la nacionalidad o de la patria que son dos obras magníficas y grandiosas: la letra del Himno y la música del Himno. Desde los albores de nuestra vida ciudadana hemos cultivado con pasión y sin levadura un tipo de literatura y de música patrióticas que ni se aproximan siquiera a sus modelos. Primero la reconquista contra las tropas inglesas, después las campañas de la Independencia abastecieron a los poetas áulicos que rodeaban a Rivadavia de temas y de epítetos. En La lira argentina, editada en 1826, es donde se contiene todo el material poético y patriótico producido en los arsenales de aquí y de allí, quiero decir de Montevideo y de Buenos Aires. También cayeron al baile los godos, más tarde los gringos y finalmente el género humano y el buen gusto. Necesito mencionar a Esteban De Luca y a Juan Cruz Varela, de la corte principesca del democrático Rivadavia, y hablo así porque su grandeza está por encima de cualquier juego de palabras. Esteban De Luca y Juan Cruz Varela, ¡que malos poetas fuisteis y cuánto mal nos habéis hecho! ¡Cómo nos habéis alejado de las verdaderas fuentes de la vida argentina haciéndonos beber en la fuente de Hipocrene! Contra vosotros han tenido que bregar Echeverría con El Matadero, Sarmiento con el Facundo, y los viajeros ingleses y Hudson con Allá lejos y hace mucho tiempo, La tierra purpúrea, Días de ocio en la Patagonia y un puñado de cuentos quiroguianos. Y la inculpación más grave que puedo haceros: exhibiros a vuestro declarado adorador, el epígono de las glorias nacionales, el artillero de la poesía épica —la idea es de Menéndez y Pelayo—, el ínclito y fragoroso Andrade que ha tenido vástagos ilustres también en esta tierra. Todavía nosotros y ustedes estamos pagando ese mortal pecado de soberbia y vanidad, que nos ha alejado del pueblo de carne y hueso para llevarnos tras el del Himno, y de la tierra sobre la que vivimos y descansaremos para transportarnos a “la tierra prometida”.

Aparte el Martín Fierro, El Matadero, fragmentos de Facundo, Amalia, las obras de Hudson y pocas más, ¿dónde estaban los pobres de los pobres, los negros del proletariado, los judíos de la cristiandad argentina? Algunas obras tendenciosas seguramente narraban sus penurias, pero más que acercarnos a ellos para alejarnos de los desalmados que los mantenían en ignorancia, servidumbre y, lo que es más censurable, en soledad. Esas obras de propaganda política nunca pude leerlas, ni acaso pueda leerlas en adelante. En cambio, lo confieso, mi juventud y mi vida se nutrieron de obras de los grandes revolucionarios y libertarios, a cuya estirpe pertenezco o aspiro a pertenecer en condición de hermano menor: Thoreau, Tolstoi, Gorki, Zola y los doctrinarios célebres en todo el mundo. Pero no por eso, o por eso, aceptaba lo que me ofrecían mis congéneres embanderados en una causa política militante y no en una cruzada humanitaria. Yo también creo, con mi amigo Péguy, que el peligro de la mística es que degenera en política. Pues las letras nada tienen que ver ni con la política, ni con la moral, ni con la religión, ni con la razón de Estado, ni con el vocabulario de los cenáculos y de los ágapes. Decía Oscar Wilde: “que el hombre sea un envenenador en nada afecta a su prosa”. Digo esto porque me parece que los escritores hispanoamericanos cuando escribimos miramos con un ojo al lector y con el otro a la policía. Empezamos a oír que se habla ya el lenguaje de la indignación y del desprecio, de la fea verdad de vivir y del encono, del castigo y de la befa. Esta ha de ser, contra los déspotas, no la hora del juicio cuanto la “hora del desprecio”. Ideas, palabras y sentimientos que aterrorizan mientras está uno complicado en cierta manera con los aterrorizadores. Pero no, y de ninguna manera, literatura dirigida a la derecha ni a la izquierda. Pienso con Péguy y con Simone Weil, dos nombres limpios e insospechables de servidumbre, que unas son las cuestiones de centavos y otras las cuestiones de ideas. Por estas razones he cobrado un gran coraje que siento que me invade y no quiero que a mi pueblo se le den a comer manjares exquisitos sino la carne soasada de nuestro paisanos, el pan y el agua. Si tuviera que confesarles con qué obra me quedaría, de nuestra literatura, si hubiera de pasar mis últimos años o días en Tierra del Fuego, respondería que con el Martín Fierro; y si me permitieran llevar también una obra de teatro, elegiría Barranca abajo o M’hijo el dotor. Lo demás lo dejaría en mi biblioteca o lo leería en horas felices. Conozco muchas obras de mayor renombre, pero con ellas no podemos construir una gran literatura que sirva para embellecer y mejorar la vida, y sin una gran literatura jamás, jamás tendremos un gran pueblo.

Espero tener descanso para releer las obras que mencioné de Hernández y de Sánchez, a las que uniré las muy conocidas de Dostoievski.

De ninguna manera he venido a lisonjearlos ni a lucir mi voz de sirena; he venido porque necesitaba hace ya mucho tiempo hablarles como a hermanos y no como a lectores, y porque creo que les puedo hacer algún bien si contribuyo a que eliminen etapas intermedias para alcanzar frutos bien sazonados. Les hablo así porque tenemos que marchar juntos, y debo advertirles que el paraíso del escritor, el que les señalo, es el Gólgota. Literatura para el pueblo, pero no proletaria. ¿Y qué tiene que ver todo esto que digo con la política, incluida en ella la literatura como taxativamente designamos a un tipo de obras al servicio de intereses más que de ideas? Tiene que ver. Porque los escritores que se apartan del deber de consagrar su inteligencia —si es una merced que les fue otorgada para el bien y no una adquisición laboriosa para la gloria—, están al servicio, sin saberlo, de los enemigos de la redención verdadera, de los ignorantes, de los humillados y de los afligidos. Los condenados a Siberia, los delincuentes y las prostitutas que llevan sobre sí la cruz más infame de la redención de nuestras faltas. Porque mientras haya seres infelices no podemos ser felices nosotros tampoco. Y la política es una forma frustránea de amor al prójimo, de mística, decían Péguy y Bergson, que sólo la literatura, el arte y la ciencia pueden convertir en un bien positivo y no en pretexto para satisfacción de filántropos obesos. Reconozco que uso un lenguaje excesivo. Quizá no debiera hablarles así, en términos tan categóricos, en esta casa cuyo huésped que me hospeda generosamente es uno de los hombres de gran corazón, de suma dignidad y de sana inteligencia que ha hecho de la política militante un arma de combate por la libertad y la justicia. Y tampoco en esta ciudad, donde uno de los más puros especímenes, podría asegurar que sin par desde los griegos y romanos, se arrancó la vida por no soportar el ultraje que en su persona se infligía a las instituciones democráticas y a los representantes del pueblo. Por la lectura de La tierra purpúrea y por la patriarcal y venerable figura de Santa Coloma, sé que el Uruguay es la patria de las pasiones políticas más encendidas. Pero tolérenme esta otra anécdota. Cuando en l942 viajé a los Estados Unidos, no salía de mi perplejidad ante la limpieza, el orden automático de transeúntes y esposas, la caballerosidad, las buenas maneras académicas de los polizontes y los vendedores de cigarrillos y hasta de los estudiantes universitarios. Cansado de beber agua destilada y de respirar aire aséptico y condicionado, le pregunté a mi cicerone:
— Dígame, compañero, ¿aquí nunca una mujer mata a un hombre o un hombre a una mujer por pasión? Porque ni Rockefeller ni Morgan pueden comprar un amor perdido.
— Sí; hay — me respondió –. Diariamente se comenten decenas de crímenes pasionales.
— Entonces, mi amigo, este país de rascacielos y cinematógrafos es el gran país que yo me figuraba. Mientras haya aquí hombre y mujeres así, como los de nuestra tierra purpúrea, ustedes no lo habrán perdido todo.
Mientras tengamos paladines de la justicia como esos dos que aludí, podremos postergar el receso de las Cámaras, el jubileo de los dirigentes de la opinión pública, la disolución de los partidos políticos. El pueblo, la nación y el Estado pueden vivir sin partidos políticos, pero no pueden vivir sin censores libres y sin cronistas de sus afanes y alegrías. Hacer una política para el pueblo de las grandes urbes al tiempo que una literatura para envenenadores nocturnos me parece que es un mal generalizado del que debemos defendernos a gritos si es preciso. Siempre leeré con fruición Las flores del Mal y los Cantos de Maldoror, como oiré “La Pasión según San Mateo” y los cuartetos de Beethoven; mas necesitaré en seguida entrar en comunión con los dioses infernales sin lo cual no llegaré jamás al trono del Señor. Y esto se logra también oyendo canciones de negros y borrachos, ayes de rameras abandonadas o que matan a sus hijos y poesías como la de nuestros dos poetas malditos, Baudelaire y Lautréamont, o Agustini y Almafuerte.

Voy a poneros un ejemplo bien conocido de literatura política, de la causa del ser humano al servicio de un programa de gobierno, de literatura dirigida. Es de los escritores de la Rusia soviética, cuyo último congreso conocimos por versiones taquigráficas publicadas doquier y cuyo vocero es Ilya Ehrenburg. He leído indignado esas versiones y también el folleto complementario, “El trabajo del escritor”. Eso es una desfachatez; y si os parece poco diplomática la palabra, una felonía. Es traicionar la situación humillada y ofendida de la inteligencia libre a un plan quinquenal de servicio obligatorio; es inducir en error y en ignominia a los escritores que luchan por la liberación del hombre condenado. Acusa Ehrenburg a la literatura francesa de pornográfica porque está, dice, al servicio de la burguesía y de los más sórdidos intereses capitalistas. Esto puede ser cierto y no lo he de defender ni analizar ahora. Pero en cambio enaltece como ejemplo para el orbe la libertad y veracidad con que los escritores soviéticos describen la vida de hogar, virtuosa, placentera, cómoda, feliz, y la alegría de trabajar en las fábricas, bajo la sonrisa del capataz, al ritmo de las máquinas que funcionan para el bienestar y la libertad del pueblo. Allá, y no en Francia, los escritores pueden decir lo que les place, criticar lo malo con tanta libertad como celebrar lo bueno, vituperar a los traidores de la causa proletaria como Trotsky o incensar la figura prócer del libertador Stalin. Permítanme, o perdónenme, que escoja dos pasajes del folleto “El trabajo del escritor”, de Ehrenburg. Hay otros más expresivos de lo que quiero denunciar, pero no he tenido voluntad para buscarlos. Dice ese escritor: “Los lectores soviéticos aman con pasión nuestra literatura, sufren por sus fracasos y se alegran con sus éxitos. Al ver la vida de nuestra sociedad con su grandeza y complejidad, ellos encuentran que en algunas novelas falta veracidad, los personajes están simplificados, son convencionales. Ellos desean ver en los libros a sus propios camaradas, a sus contemporáneos, o verse reflejados ellos mismos, no con el aspecto de modelos perfectos, sino como seres vivos.”
Ehrenburg pone como ejemplo, no muy feliz por cierto, el argumento de una obra soviética. La heroína es audaz y representa el espíritu de innovación; el héroe es honrado pero algo rutinario; la heroína inventa un nuevo método de producción que debe dar un seis por ciento de economía. El héroe no confía. El autor describe con lujo de detalles la reunión de producción, el sencillo y viejo contramaestre que saluda la iniciativa de la heroína, un ingeniero escéptico que duda de la sensatez del nuevo método, la llegada de una comisión de la capital, una reunión en el comité regional del partido, y, por último, la completa victoria de la idea renovadora. El héroe, estremecido por los sucesos, felicita a la heroína. Ruborizándose, la heroína le contesta: “—Grischa, ahora tenemos que reforzar aún más el trabajo.. .“ En el capítulo siguiente nos enteramos: primero, el héroe y la heroína sobrepasaron las normas; segundo, tuvieron un hijo. Resulta que el héroe y la heroína, cuando terminó la divergencia, a propósito del nuevo método propuesto por la heroína, se habían casado.

Esta es una muestra de la moral soviética proletaria en contraposición a la indecencia de los incestuosos franceses. Y para terminar con la transcripción: “El tema del trabajo es un tema enorme, de gran importancia, además de un tema nuevo; en la sociedad capitalista el trabajo se considera una maldición y los soñadores del pasado tuvieron siempre la esperanza de disminuir las horas de trabajo. En nuestra sociedad el trabajo está considerado y elevado a la condición de creación. Es imposible imaginar una novela sobre nuestra realidad donde el héroe no haga nada o que considere el trabajo como un detalle de poca importancia en su vida. Todo esto significa que el error del autor de la novela a que me refiero, no reside en mostrarnos el taller, el nuevo método de las discusiones. Todo eso hay que describirlo. Pero el autor separó la gente de su trabajo personal.” Etcétera.

De este tipo de literatura ordinaria, mendaz, embrutecedora, tenemos ejemplares nosotros también, como los tienen Francia con Ohnet e Italia con Carolina de Invernizzio. Es una literatura que aplasta al pueblo, lo hunde y lo coloca bajo nuestros pies para que apisonemos la tierra en que yace y jamás resucite. Halagar así al pueblo en la noria, darle algunas zanahorias a comer —otros sólo le exhiben el manojo—, no es fundar ni mantener una literatura popular que refleje la vida del pueblo. Es precisamente lo contrario: echar una capa de plomo sobre esa literatura noble y generosa, desprestigiándola como ocurre con el elogio impúdico de la virtud de las doncellas. De ciertas cosas groseras hay que hablar con delicadeza y no con hipocresía, porque la hipocresía es la más grosera de las cosas.

Cuando se permiten estas desvergüenzas y felonías que he citado es que una literatura entera, de arriba abajo está roída por la peor carcoma. Llega uno a abominar del proletariado, de su causa justiciera, de su familia y del dios que le alarga la vida todas las mañanas. Saben ustedes que existen muchísimos ejemplos en la misma línea, y también que los monopolios del petróleo y la electricidad tienen a sueldo a panegiristas del estado social, del bueno y del malo, que sacan buen provecho de las grandes empresas bancarias, industriales y comerciales. No digo que esos escritores amantes del pueblo están al servicio gratuito de los expoliadores y esclavistas, buena gente por lo general, apacibles tenistas dominicales, jefes de sociedades y cofradías filantrópicas, predicadores de la más austera moral, gente que constituye, para usar las palabras del clarividente Baudelaire: la canaille.

Precisamente el bajo pueblo, el pueblo que hemos llamado peronista porque Perón lo sacó de los sótanos y los corrales de los patios traseros de las casas y lo paseó por las avenidas de nuestras grandes ciudades; el pueblo desdichado, carne de cañón y de fábrica, carne de perro, ha dado lugar a una literatura lacrimosa y compungida no menos repugnante que las otras. De esos especímenes tenemos con harta abundancia, pero ni siquiera constituyen una literatura de arrabal o de “slum”. Como no la constituyen las novelas de Eduardo Gutiérrez ni los dramas de Agustín Fontanella, pero que en otro orden y categoría de valores pudieran constituirla. En pocas palabras, una literatura no son diez obras maestras ni cinco hombres de genio. Una literatura es un status continuo y homogéneo dentro de la cultura, un estrato sobre el que edificamos, labramos y morimos. Como la tierra de los muertos que nos dan fuerza transitando sobre ella, al decir de Barrès, la literatura de la que extraemos fuerza para trabajar, esperanza para vivir, alegría para amar. Francia, Inglaterra, Norteamérica, Rusia, hasta países pequeños como Noruega o Suecia, tienen millares y millares de esta clase de obras cuya ausencia en el Río de la Plata y allende deploro, y sólo así podemos decir que aquellos países tienen una literatura, como tienen un pueblo, un arte y hasta una filosofía y nosotros no. No viven de prestado ni de traducciones más o menos felices; viven de los productos aborígenes, de las raíces de las plantas indígenas, lo que no quiere decir de ninguna manera que preconice yo el nacionalismo en la literatura o en el arte. Sé bien qué pensaba mi gran maestro, e duca e guida, Tolstoi: que una literatura alcanza la trascendencia universal cuando refleja la vida y el medio ambiente de un pueblo, o de un país. O como ha dicho más o menos, nuestro excelente Borges, una literatura nacional no tiene que ser forzosamente una literatura nacional. Hudson es bello ejemplo, como el más argentino de los escritores del habla inglesa. Los que lo rechazan como extranjero (y hubo imbécil que dijo que era un apóstata por haber abandonado su tierra, su idioma y su nacionalidad al aceptar una pensión del gobierno inglés cuando no ganaba para vivir y sólo era un naturalista), son los verdaderos enemigos de mi país en cuanto empecen la revelación de la real realidad, del pueblo real, de la historia real, de las virtudes y los defectos reales. La literatura no sólo debe ser reflejo fiel de la vida de un pueblo sino el órgano de penetración en las entrañas de la tierra y del habitante, el vínculo de solidaridad y simpatía, la argamasa de la solidaridad humana que empieza por la solidaridad familiar. Y también para esta empresa de la independencia literaria, ustedes y nosotros podemos y debemos trabajar juntos como hermanos que somos.

(l956)

Ezequiel Martínez Estrada, “Literatura y vida,” en «Para una revisión de las letras argentinas» (Buenos Aires: Ed. Losada, S.A., 1967), pp. 142-158. Conferencia pronunciada en la sede de la Embajada Argentina en Montevideo el 16 de marzo de l956.

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