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Variaciones sobre el cuento

diciembre 4, 2002

I. Dodecálogo de un cuentista

Inevitablemente, algún día, un catedrático hará girar las páginas de este libro en busca de una clavija para colgar su sombrero… Al principio se sentirá desanimado ante el descubrimiento de que ha violado su regla fundamental que dice: «Nunca se ha de finalizar una frase con una preposición» . A pesar de todo, tendrá la esperanza de descubrir el secreto de escribir cuentos… Cuando haya dado fin a su investigación seguramente escribirá un libro titulado Once recetas distintas para redactar un cuento corto.

Erskine Caldwell

 

Empecemos por el final, como decía Poe que se escriben los cuentos. Antes que cualquier otra consideración, me gustaría formular un dodecálogo personal. Es verdad que los principios teóricos suelen partir más del resultado de la escritura que de su origen. Pero también creo que las poéticas no son una cuestión de magia, sino reflexión (o tal vez de magia reflexiva). Sirvan pues estos enunciados, fruto del ensayo y del error, como síntesis de mi visión del cuento:

  1. Contar un cuento es saber guardar un secreto.
  2. Los cuentos suceden siempre ahora, aun cuando hablen del pasado. No hay tiempo para más, y ni falta que hace.
  3. El excesivo desarrollo de la acción es la anemia del cuento. O, mejor dicho, su muerte por asfixia.
  4. En las primeras líneas del cuento se juega la vida; en las últimas líneas, la resurrección. En cuanto al título, al contrario de lo que muchos piensan, si es demasiado brillante se olvida fácilmente.
  5. Los personajes que se presentan: simplemente actúan.
  6. La atmósfera puede ser lo más memorable de un argumento. La mirada puede ser el personaje principal.
  7. En narrativa, el lirismo contenido produce magia. El lirismo sin freno, trucos.
  8. La voz del narrador tiene tal importancia, que no debe notarse. Resulta más fácil mentir desde la discreción que desde la exhibición o el ingenio.
  9. Por excepciones que puedan citarse, la frase corta resulta la más natural para un cuento. Corregir: reducir.
  10. El talento es el ritmo. Los problemas más sutiles empiezan en la puntuación.
  11. En el cuento, un minuto puede ser eterno y la eternidad cabe en un minuto.
  12. Terminar un cuento es saber callar a tiempo

II. El cuento de los géneros

El cuento es un experimento con la noción de límite.

Ricardo Piglia

Los géneros puros no existen.

Son hormas, convenciones que, no por mayoritariamente asentidas, dejan de ser vapor: un vapor que se esfuma durante la escritura. Hoy no existen los géneros, más allá de unas cuantas nociones heredadas con las que, sin duda, resulta útil orientarse para poder llegar a otra parte, a lugares extraños. No hay esencias que hallar en el lenguaje, ni en sus códigos, ni en sus tradiciones. Como no me parece que haya, pese a Jolles y todos los estructuralismos, ciencia que encontrar en la literatura (si conocimientos) .

Sucede que la historia fija unas convenciones y, más tarde, los teóricos las sacralizan sin querer. Es entonces cuando los lugares comunes se convierten en lugares de paso obligado, como si hubieran estado allí antes de ser transitados. Sin embargo – tal y como lo percibieron los románticos – los moldes genéricos no constituyen hoy para la escritura realidades preexistentes a ella misma. Existen, como mucho, reflejos de lo que por convención se supone que es un cuento, un poema, una novela.

Entonces, ¿todos los textos literarios son iguales? En modo alguno. Así como no hay géneros para el escritor audaz, sí existen los procedimientos. El Latín nos auxilia: proceder es «ir adelante», pero también «pasar a otra cosa». Cada texto, para seguir adelante, pasa de una a otra cosa, va de unos procedimientos a otros formándose a sí mismo y conformando su naturaleza. La literatura del siglo que ha terminado – y más aun la del que empieza – es, en su condición híbrida, básicamente procedimental.

Para ser exactos, más que la hibridación de unos géneros todavía distinguibles, creo que tendemos hacia la disolución misma de esos géneros en tanto que objetos definidos. Ante la pregunta de si todos los textos quedarían de ese modo confundidos sin remedio, la respuesta es rotundamente no. No es igual el recurso al lirismo que la narratividad, la descripción que la introspección. No coinciden en sus elementos básicos los diálogos o el estilo indirecto con los monólogos. Ni son una misma cosa la disposición lineal y la disposición fragmentaria, la digresión y la elipsis… Todas ellas son herramientas que el escritor aprende con el tiempo a distinguir, manejar, combinar. Aun cuando no sepa nombrarlas.

El malentendido de los géneros proviene, quizá, del hecho de que ciertos procedimientos se hayan venido aplicando históricamente a unos textos determinados (por ejemplo: la narración, el diálogo o el estilo indirecto para el cuento y la novela; el lirismo o la metáfora para la poesía). Ahora bien, este hábito no impide que podamos aplicarlos a la inversa. Ni que – en mi opinión – hoy sea recomendable aplicarlos a la inversa, si se quiere buscar espacios de renovación. Si parece plenamente aceptado que existe una poesía narrativa (mucho más allá de la generación beat, podríamos mencionar el romance popular, la épica medieval o incluso la grecolatina) ¿por qué no ir hasta el final de esta lectura? ¿Por qué no asumir entonces que hablar de géneros es sólo una precaria y económica manera de entendernos, e incluso a veces una buena manera de malentendernos?

Kurt Spang, apoyándose en Kayser, enumera las diez características que considera fundamentales para definir lo lírico. Fue para mí una experiencia en verdad curiosa comprobar cómo, en dicho decálogo del lirismo, ocho de sus principios se ajustaban como anillo al dedo a los cuentos breves que me gusta escribir. La lista de Spang es la siguiente: interiorización de la realidad exterior, con la frecuente consecuencia de la brevedad y la profundidad; predilección por la instantánea, por la sugerencia visual; tendencia a tratar un solo aspecto, tema o situación, limitando el campo de acción pero aumentando la intensidad; función estética del lenguaje y densidad de la estructura; importancia del ritmo; carácter explícita o implícitamente oral del texto; musicalidad.

En cuanto a las dos características restantes, en realidad se trata de dos malentendidos. Uno consiste en aseverar que «los textos líricos nunca cuentan una historia»; apreciación muy habitual, que omite el hecho de que la lírica construye siempre alguna clase de personaje, situándolo en una determinada situación más o menos ficcional que constituye su historia. (La poesía china, en este sentido, resulta ejemplar). A lo largo de cualquier poemario es posible rastrear un argumento protagonizado por una o varias voces, una peripecia de variable relevancia pero de presencia indiscutible. El segundo malentendido se refiere a la métrica, y baste señalar que el propio autor termina descartándola como requisito indispensable, al admitir la existencia de texto en prosa netamente líricos. (La barrera entre verso y prosa, no puede ni necesita ser la misma después de Baudelaire y del modernismo hispánico, después de los poemas en prosa y de las prosas líricas,)

De modo que, descartadas estas dos últimas características, y de creer a Spang, mis cuentos estarían construidos con la esencia de lo lírico. Sin embargo, al mismo tiempo sé que poseen un argumento al que concedo una notable importancia, y que puede enunciarse claramente y en pocas palabras.

¿Y por qué no? Baquero Goyanes afirmaba que sólo es posible entender el cuento vinculándolo a la poesía lírica, antes que a la novela. Siendo esto cierto, no está de más insistir en que – más allá de los géneros – el lirismo no es patrimonio exclusivo de la poesía, igual que la narratividad puede hallarse con toda naturalidad en un poema. Un ejemplo cualquiera en nuestra lengua: comparemos ciertos cuentos breves de Arreola con los poemas de Fonollosa. ,¿Quien narra un argumento y quién apela a los sentidos? ¿Dónde hay más acción, dónde más lirismo? Un ejemplo anglosajón: comparar la narratividad en El cuervo de Poe con los relatos más evocativos de Truman Capote o Falkner. Tercer ejemplo, mixto: leer las muy poéticas Leyendas de Guatemala , de Miguel Angel Asturias, a continuación de la extremadamente argumental Rima del anciano marinero, de Coleridge. O confrontar los cuentos de Carver con los poemas de Carver, los cuentos de Borges con sus propios poemas y ensayos: ¿deberían distinguirse entre sí de manera tajante? Difieren seriamente sus procedimientos?

Como advertía Alejandro Rossi al principio de su Manual del distraído, o Benedetti en Despistes y franquezas, no siempre es imprescindible castigar a los textos con limitaciones teóricas. A este respecto, Rossi propone la siguiente moral lectora: «Léelo, si es posible, como yo escribí: sin planes, sin pretensiones cósmicas, con amor al detalle». Sin amor, sin detalles, no es posible escribir un cuento breve. Pero además, sucede que algunos planes excelentes – y esto lo sabe muy bien el escritor – son un regalo del azar o del momento de la escritura. Así como raras veces resulta provechoso intentar adivinar cuál fue el esquema precedente a un texto, tampoco parece muy sensato reclamarle una pertenencia genérica inequívoca que sólo existe en la abstracción de los manuales. Coherencia no es lo mismo que unidad . La coherencia es el deseable fruto del estilo, de la reflexión y del trabajo; la unidad es un producto de la obsesión monista.

Al igual que sucede con Borges, muchos relatos de Rodolfo Wilcock, Eduardo Galeano o Enrique Vila-Matas no tiene género, es decir, inauguran un antigénero o, mejor, un multigénero. El auge en su valoración y difusión, así como el de la micronarrativa y las misceláneas; la noción de hipertexto formulada por Ted Nelson, junto con la canonización del minimalismo en las artes plásticas y también en narrativa (al respecto, es de gran interés la defensa del minimalismo que hace Frederick Barthelme, recogida por Lauro Zabala en su muy útil trilogía sobre el cuento); la llamada ficción-zoom o la ruptura de la tradicional estructura tripartita del relato… todos ellos son fenómenos cercanos a estas cuestiones. De hecho, cuando Nelson creía hablar de Internet (divergencias, interactividad, no linealidad, fragmentación, descentramiento…), no estaba hablando de otra cosa que de la concepción posmoderna de la narración.

Cortázar – un cuentista nada sospechoso de negligencia constructiva – solía insistir en el concepto musical del take, es decir, en las improvisaciones a partir de una idea o tema. El riesgo está implícito en el azar de la ejecución, pero también en la lectura. En este sentido, la relativa incomprensión que aún existe hacia las formas fragmentarias tal vez tenga que ver con el imperio del pragmatismo y con la falta de riesgo: lo que no tenga un sentido, una forma, queda condenado a parecernos un amorfo sin sentido. Frente a esta lógica unitaria, el fragmento o la teoría del rizoma desafían sus leyes y la seguridad de sus cimientos.

No siento que haya una naturaleza esencial en los textos que leo o escribo, supuestamente determinada por su adscripción genérica, por el peso relativo de su argumento, de sus emociones o de lo que fuere. La experiencia nos indica que hay poemas narrativos y también dialogados. Que existen cuentos líricos. Novelas intimistas o confesionales. Poemas reflexivos, filosóficos. Ensayos muy poéticos. Novelas cuyo núcleo son ideas. ¿Por qué ha de ser desconcertante, entonces, para la teoría literaria?

Abandonando los lugares comunes que establecen vínculos de necesidad entre determinados géneros y determinados procedimientos, entenderemos mejor toda una tradición que, por su fecundidad y arraigo, ya no es posible seguir explicando desde la excepcionalidad o la extrañeza. Tal vez en el oficio de escribir sólo haya procedimientos y circunstancias históricas. El resto habrá de ser una cuestión de riesgo y de imaginación.

III Técnica del minuto y otros procedimientos

Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.

Horacio Quiroga

He defendido que la noción de género es insuficiente para conocer las reglas de un texto contemporáneo, y la mayor utilidad, para ello, de los procedimientos. Ahora bien, esto no impide que nuestras sensaciones de escritura se modifiquen al pasar, por ejemplo, de eso que llamamos novela a eso más breve que llamamos cuento. En mi caso particular, el conjunto de procedimientos que suelo emplear en mis cuentos convoca una serie de intuiciones que – en confrontación con las sensaciones recibidasd durante la escritura de una novela – podría formularse del siguiente modo.

Escribir un cuento es como viajar. Empezar una novela, como mudarse de casa. En el cuento, uno se marcha ligero de equipaje para regresar más o menos pronto, exhausto pero satisfecho. En la novela uno va y viene, cargándose de objetos: una vez completado el traslado, se ha de permanecer en la nueva vivienda durante largo tiempo.
El cuentista es un sprinter. El novelista, un corredor de fondo. Es decir, intensidad y técnica minuciosa (un mal movimiento nos haría llegar tarde a la meta). Frente a largo aliento y perseverancia (no morir de brillantez por el camino).

Algunas novelas son como un insistente manoseo que no llegase al climax. Los buenos cuentos se parecen al orgasmo. La narrativa breve es el punto G de la literatura.

Decía Bioy Casares que un cuento es nítido y limitado como un objeto. Una novela sería, entonces, difusa y amplia como todo un paisaje.

La novela es la luz del día (o de la luna llena). El cuento breve es sólo un golpe de linterna, una fugaz cerilla en nuestro dormitorio a oscuras.

Escribir una novela es como pilotar un avión, con su envergadura imponente, su poderosa estructura y su complejo instrumental. Escribir un cuento, en cambio, es como tirarse en paracaídas: la sensación de velocidad es mayor, el vértigo nos acecha y, hasta tocar tierra, nunca está seguro de si el maldito mecanismo ha funcionado.
(Narrar, en cualquier caso, es el arte de volar)

Uno de los problemas que, tarde o temprano, ha de plantearse necesariamente un narrador es el problema del tiempo. No hablo de vagas metafísicas sino de concepción del tiempo narrativo, del tipo de secuencia temporal que tendrán los cuentos, y que tan minuciosamente analizó Anderson Imbert. En mi caso – sin necesidad de hacer de ello un dogma – me agrada poner en práctica lo que podríamos llamar técnica del minuto. Ésta consiste en explotar al máximo los matices de un fragmento temporal muy limitado, en distorsionar la correspondencia entre el tiempo de narración y el tiempo de la acción. De ese modo, dicha secuencia o minuto tiende a crear un efecto dilatorio de gran eficacia. En palabras de Hemimgway: «El movimiento produce el cuento». Algunas veces el movimiento es tan lento que no parece estarse moviendo. Pero siempre hay cambio y siempre hay movimiento». Muchos cuentos memorables son sobre todo una encrucijada temporal, una bomba de tiempo.

Simplificando, en muchas ocasiones me interesa contar el último minuto de mis cuentos (o, como variante, contarlos hasta su último minuto). Congelar, retener, explicarme ese momento de crisis antes del abismo. Y dejar al lector justo delante de él, a un par de centímetros. «Mientras la novela transcurre en el tiempo – escribió Cristina Peri -, el cuento profundiza en él, o lo inmoviliza, lo suspende para penetrarlo».

Isaac Bashevis Singer afirmaba que un cuento debe dirigirse directamente hacia su clímax; Henry Mérimée, haciendo más hincapié en la selección del tema que en el desarrollo de su argumento, declaró que un cuento busca asuntos cuya crisis exija brevedad. De ambas ideas emana, creo, la esencial cualidad de la tensión. Los cuentos que me dejan sin aliento, noqueado de felicidad, no son tanto los que alcanzan un clímax, como esos que son un clímax. Claro que ese estallido al que me refiero es – además de discreto – aparentemente inmóvil, pues se produce un minuto eterno. Ray Bradbury lo expresó como nadie: Date prisa, no te muevas».

También me agrada que el montaje de un relato (la articulación entre distintas secuencias con unidad de tiempo y espacio) sea lo más suave posible. O mejor: imperceptible. Procuro evitar los saltos en ese montaje, salvo que me parezcan por completo irrenunciables para contar la historia. El cuento contemporáneo es, muchas veces, una metáfora concreta en la que se conjugan visualidad y simbolismo. He ahí gran parte de su poesía. Por eso (y a pesar del símil cinematográfico al que he recurrido por su claridad) prefiero el cuento – teatro al cuento – cine . Es decir, me identifico más con las escenografías que con los largos desarrollos y los efectos especiales. El cine, en todo caso, se me antoja más cercano a la novela, si es que las estructuras literarias pueden compararse seriamente con las cinematográficas.

Otros elementos de suma importancia son el punto de vista y el personaje. O mejor dicho, la necesaria relación entre ambos: la historia es el personaje, es decir, su mirada. Luis Arturo Ramos divide metodológicamente el cuento en tres instancias fundamentales: los personajes, la atmósfera y la acción. De este modo un buen cuento, un cuento equilibrado, sería aquel que consiguiera armonizar las tres. Ahora bien, para obtener un efecto de extrañamiento y producir inquietud en el lector, nada hay más poderoso que intensificar las dos primeras y atenuar o ralentizar la tercera. En este sentido, puede decirse que a veces aspiro a escribir un cuento desequilibrado.

La elección del punto de vista narrativo nos lleva directamente a la selección de la información, y al recurso clave de la elipsis. Y., si bien aquí resulta ineludible la referencia al principio del iceberg de Hemingway, convendría recordarlo con todos sus matices. En efecto, el mecanismo de la elipsis no se limita a aquellas siete octavas partes sumergidas o calladas; sino que cada acierto elíptico, cada ocultamiento, debe fortalecer la parte visible del témpano. Cuanto mayor sea la base (lo sugerido, lo no escrito), más firme se volverá el pico (lo declarado, el texto): a decir de Flannery O´Connor, en ficción dos más dos son siempre más de cuatro. Lo mismo sucede a la inversa. Si se cuenta demasiado, si el narrador hace asomar más información de la imprescindible, entonces la base del iceberg se debilita y puede quedar a la deriva. Sin secretos. «pues ya que se ha de escribir – ironiza Clarice Lispector – que al menos no se aplasten con palabras las entrelineas».

Cuando Borges declaró que el cuento no tiene ripios, no se refería a las palabras ni al estilo – lo cual habría sido una obviedad -, sino a lo que él llamaba situaciones intermedias. Como él explicó, el ideal narrativo de la síntesis radicaría en que el lector no fuera capaz de distinguir entre ornamento y núcleo, es decir, que no supiese señalar los nexos. Las novelas suelen huir de esa elementalidad. En el cuento, en cambio, la elementalidad es una virtud básica. Si la síntesis y la elipsis son dos recursos decisivos en el relato breve es porque neutralizan el ripio, porque desconectan las funciones de nexo. Por eso, mientras una novela puede permitirse algún fárrago, en un cuento cualquiera pérdida de fluidez resulta letal.

Con la fluidez se relaciona otro elemento crucial. Siempre he tenido la impresión de que los cuentos, como los poemas, empiezan por intuirse en forma de ritmo. De que, un instante antes de presentarse en la forma definida de un argumento, anidan en el oído. La sintaxis de un cuento se parece a una partitura para instrumento solista: al carecer de orquestación, de la estructura coral de la novela, el peso queda repartido entre las notas y su disposición rítmica, en la pura melodía. Por eso en el cuento es tan importante el argumento como el ritmo, la historia en sí misma como el juego de demoras y aceleraciones. A este último aspecto, por supuesto, está ligado el arte mayor de un cuentista: el de los finales. Más allá de qué cuente un final, es fácil reconocer un buen cuento atendiendo al pulso, la frecuencia y la velocidad de sus últimas líneas.

¿Ahí está todo? Desde luego que no. Pese haberme ceñido en estas páginas a los aspectos técnicos y formales (pues son, en general, los más rehuidos por los propios narradores), no me cabe duda de que lo más importante de un texto es siempre su sentido, sus sentidos. Pero no es tarea de su autor explorarlos, entre otras cosas porque puede ser el último en entender lo que ha escrito.

Aun así, no quisiera dejar de referirme a una sola cuestión: algunos lectores han advertido que en mis cuentos existe una tendencia a abordar los aspectos oscuros o dolorosos de la realidad, y con frecuencia me han preguntado acerca de ello. Supongo que tienen razón, aunque jamás me lo he propuesto: sencillamente no puedo evitarlo. Se me ocurre argüir que el dolor nos convoca, que lo terrible nos atrae. O que quizás el sufrimiento requiera, para ser soportado, mayores explicaciones que la dicha. La muerte, por ejemplo, constituye un hecho tan asombroso que acaso no se pueda dejar de aludir a ella. Siempre he tenido para mí que quien más se acuerda de la muerte es el vitalista empedernido. ¿Es posible amar la vida sin comprender hasta qué punto es un bien frágil y efímero?

Confieso que, en realidad, siempre he querido escribir cuentos humorísticos. Aunque respetando, desde luego, el principio de Mark Twain: a diferencia de los cuentos cómicos o ingeniosos, un cuento humorístico debe ser contado en tono grave, y el narrador ha de fingir que ignora por completo la posible gracia de su historia. Lo suscribo, añadiendo: ¿y qué mejor opción que aplicar este principio a asuntos trágicos?

y IV. Homenaje al secreto

Lamento escribirte una carta tan larga, pero no tengo tiempo de hacerla más corta.


Carta de Marx a Engels

Narrar es mucho más que hablar. Para hablar basta con decir algo; para narrar se requiere decir algo y callar mucho. Tener una historia que contar conlleva, como minino tomar dos clases de decisiones: qué incluir en el relato de la historia (argumento); y qué, perteneciendo a esa historia, no cabrá en el argumento (elipsis). Los puentes entre el material argumental y la elipsis, entre la historia escrita y sus huecos, son las sugerencias. No es de extrañar, entonces, que la narrativa breve haya hecho de la sugerencia su estandarte. Un cuento es un secreto, y por eso las distintas poéticas del cuento son diversas maneras de guardar un secreto, o de administrarlo. «escondo, escabullo una verdad por un lado – explica Luis Arturo Ramos -, y la hago vislumbrar mediante pistas detectivescas por el otro». El arte de narrar es un variante del disimulo. Y, por lo tanto, de la seducción.

Ricardo Piglia sintetiza el desarrollo de la narrativa breve, durante la modernidad, partiendo de la idea de que un cuento siempre cuenta dos historias. O, mejor dicho, de que narra una y a la vez esconde otra. Cada poética dependería de cómo se estructuran ambos relatos, de sus puntos de cruce. La clave del cuento, entonces, residiría en el modo en que se manifiesta la historia 2 mientras sucede o se nos cuenta la historia 1. Esta propuesta, que resulta reveladora sobre todo para comprender el funcionamiento de los cuentos con efectos sorpresivos (desde Chejov o Poe hasta Borges o Cortázar ), admite ser completada con un análisis de la fragmentación de la propia historia 1. Es decir, con el estudio de las diversas estrategias mediante las que el argumento visible se calla, se demora o se interrumpe. En algunas ocasiones el asombro no provendrá tanto del desvelamiento de la historia 2, como de la omisión de datos esenciales para la propia historia 1, o del aplazamiento exagerado de los mismos, o de su desvelamiento parcial.

En el cuento » La insignia» de Julio Ramón Ribeyro, por ejemplo, lo que más nos inquieta es la insistencia con que la narración nos niega desde el principio el acceso a informaciones básicas: cómo es exactamente esa insignia que lo explica todo, quiénes son los camaradas del personaje, en qué consiste su misteriosa organización. Durante la lectura, nuestro asombro se centra en que estos interrogantes no son respondidos. Tampoco se invita al lector al hallazgo de una segunda historia oculta. Se trata de una clase distinta de espera defraudada: si Freud cifró el efecto del chiste en la violencia que una resolución inesperada ejerce sobre las expectativas del oyente, aquí lo inesperado consiste en la total ausencia de resoluciones. Al final de » La insignia», desde el punto de vista del argumento, nada nos ha sido relevado: el secreto permanece intacto. Para que actuara la reflexión moral del cuento, no era necesario desvelar ciertos datos. O mejor dicho: el efecto moral del relato dependía, precisamente, de esas omisiones.

Un breve cuento de Kafka, «El paseo repentino¨, ilustra a la perfección el mecanismo de demora. De hecho, aquí la historia se demora tanto que, al llegar a las últimas tres líneas, el lector descubre que aquello era todo lo que argumentalmente había para contar: de madrugada, un hombre abandona su casa y va a visitar a un amigo para saber cómo se encuentra. El resto del texto, la entera página precedente, constituye un aplazamiento de esas tres líneas. Pero estamos ante algo más que un simple experimento: sin ese aplazamiento, el desasosiego y el vacío intimo del personaje no habría podido ser expresado. ¿Hasta donde llega el argumento en un relato breve, y hasta dónde la atmósfera cifrada en una estructura? ¿No son el clima, la tensión anímica y los procedimientos, el argumento principal de muchos cuentos magistrales?

En » La fe» de Quim Monzó, el vivaz diálogo de los dos amantes queda inconcluso. El lector esperaba que la incipiente discusión fuera crispándose hasta estallar del todo, o que por el contrario se amansase y tuviese lugar una reconciliación. Sin embargo, el final de la historia es interrupto, de manera que nos quedamos sin saber qué sucede con los amantes ni porqué motivo habían empezado a discutir. Los datos fundamentales (orígenes de la disputa, destino de la pareja) resultan sabiamente escatimados.

La historia de Monzó no tiene un final, pero sí una finalidad: sugerir que la comunicación entre amantes es al fin y al cabo imposible o infructuosa, pues siempre se atasca y regresa al mismo punto como en un círculo vicioso. Si el diálogo del cuento hubiera progresado hasta desembocar realmente en algún sitio, causando por ejemplo una ruptura entre los amantes, ese frustrante efecto de incomunicación no habría sido el mismo, pues la disputa habría tenido al menos un sentido. Contar un secreto, aquí, habría sido debilitar la historia de un amor desesperante. Como lector, muchos de mis cuentos predilectos poseen argumentos concebidos para guardar secretos, no para revelarlos.

También cabe la posibilidad de combinar estrategias, o incluso de parodiarlas. Monterroso tiene un disparatado cuento titulado «Navidad. Año nuevo. Lo que sea», en el que juega con los mecanismos de aplazamiento e interrupción. El discurso, que parece versar sobre vanidad de las tarjetas de felicitación, se pierde voluntariamente en una serie de disgregaciones que desemboca en una reflexión sobre los encuentros fortuitos. Cuando tras larguísima demora, el argumento finge resolverse, los lectores nos topamos con el sin sentido: la conclusión se interrumpe y nada ha sido aclarado. Nada, excepto la irónica broma con la que, a su manera, queda justificada esa ausencia de justificaciones: «…esas conjunciones, cómo calificarlas, en que nada sucede, en que nada requiere explicación ni se comprende o debe comprenderse, en que nada necesita ser aceptado o rechazado, ¡oh!». Más allá de su sentido del humor, este texto es de gran utilidad por la nitidez con la que se emplean los mecanismos parodiados.

Una combinación de interrupción y omisión tiene lugar en » La migala» de Juan José Arreola. El lector nunca llega a enterarse de qué es esa migala, o de si es en verdad letal. La ética del protagonista parece ser la del riesgo, la de convivir con el peligro: y si supiéramos qué es exactamente la migala, nos resultaría más familiar, menos temible. Si la migala picase al personaje, el clima de obsesiva amenaza quedaría diluido. Era necesario que la incierta criatura central del relato fuera un secreto (omisión), y el final quedase abierto justo cuando ésta se pasea por casa, junto al personaje (interrupción).

De una manera u otra, estas cuestiones nos llevarán al problema de los finales, cuestión crucial del género. En el precepto quinto de su Decálogo, Quiroga nos advertía, siguiendo a Poe: » No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra a donde vas». Pero, si es cierto que en los finales se distingue inequívocamente al buen narrador breve, no debe pasarse por alto un importante matiz: aunque habitualmente los empleemos como sinónimos, final no significa lo mismo que resolución.

En «Los libros» Quim Monzón insinúa, entre bromas y veras, que los escritores no deberían terminar sus historias, sino solamente empezarlas. Empezarlas y callarse, pues los finales traen consigo la decadencia. Esta broma es muy seria, pues algunos de los mejores cuentistas de este siglo (Onetti, Rulfo, Hemingway, Caldwell, Carver…) se dedicaron concienzudamente a no resolver sus argumentos, lo cual no significa dejar inacabado el relato. En rigor, todo cuento tiene un final, y ese final son las últimas líneas. En esas líneas puede haber o no una resolución de la historia; y, aunque no la haya en absoluto, esas líneas pueden constituir un final redondo.

Difícil es dar con una observación más certera al respecto que la siguiente de Piglia: «Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia». Esta idea es decisiva para explicar por qué nos resultan tan inquietantes los llamados finales abiertos – que a mí me gusta llamar suspendidos – es decir, los finales que carecen de resolución: precisamente porque indican una vacilación ante el sentido, porque insinúan la posibilidad del sin sentido de la historia que leemos y por lo tanto de nuestra experiencia, de nuestra costumbre.

La novela moderna, dice Piglia, narra el fin de la experiencia. Complementariamente, el cuento contemporáneo pone en tela de juicio la noción de experiencia mediante sus finales suspendidos. Ni el cuento ni la novela han sido un mismo objeto inmutable a lo largo de la historia: los géneros (vale decir: determinadas combinaciones de procedimientos, convencionalmente fijadas) han ido modificándose y transformando sus teorías junto con sus lectores y su tiempo. El tiempo: ese lugar del que uno no consigue irse jamás, y al que no obstante regresa.
Horacio Quiroga, en un intento de defender el cuento de ciertas minusvaloraciones que por desgracia aún persisten en el mercado y entre los críticos, quiso negarle su historicidad. Como puede apreciarse en la «Retórica del cuento», el ilustre narrador excluye de la orbita del cuento recursos como el aplazamiento, la elisión o la descripción indirecta (todos ellos, hoy, mecanismos guardadores de secretos). En su propósito de otorgarle al cuento una rigurosa especificidad genérica, Quiroga quiso combatir la inevitable caducidad de su poética.

A mí me parece, en cambio, que el interés de la poética radica justo en eso: su vigencia relativa las vuelve dinámicas, discutibles. Materia de reflexión. Ojalá estás páginas lo hayan sido en alguna medida. En la teoría literaria, por fortuna, no hay biblias ni profetas. Pensar hoy lo contrario sí que sería pensamiento débil. O un cuento poco verosímil.

Don't Miss

Un Colmillo Más

Curiosa nota para ser publicada justamente el día de hoy;

La caída de Limbra

Debían de ser las cuatro de la madrugada cuando Thinion