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Tattoo

diciembre 4, 2002

A Virginia Sánchez de León

El domingo mi tío Alfonso y su familia vinieron a casa para comer y pasar la tarde con nosotros. Nada más terminar el postre yo me despedí y subí a encerrarme en mi cuarto, con el pretexto de que tenía mucho que estudiar. Era mentira, no pensaba abrir el libro “Inglés para las vacaciones”, pero tampoco estaba dispuesta a aguantar toda la tarde a mis primos, bastante tenía con escuchar sus gritos y sus balonazos abajo, en el jardín (era verano y mi ventana estaba abierta), mientras mis tíos, mi padre y la mujer de mi padre se bebían una botella de whisky con un montón de hielo.

Al atardecer el primo Alfonsito abrió la puerta de mi cuarto y se permitió entrar en mi santuario. Le miré de reojo y grité (yo tenía los cascos puestos y la música muy alta): ¡fuera de aquí! Pero el piojo de Alfonsito no se iba, rondaba a mis espaldas fisgándolo todo. Luego se acercó hasta mí y me dijo algo al oído, sin reparar en que yo no oía nada con los cascos puestos. ¡Largo, enano! insistí cada vez más sulfurada, y entonces el primito agarró un folio de mi mesa y un boli y escribió delante de mis narices: tengo un secreto.

Era un crío insoportable, si yo alguna vez tenía hijos y me salía un Alfonsito seguro que lo mataba sin ningún remordimiento. Cogí el boli y escribí debajo de su renglón: no me interesa, piérdete. Alfonsito entonces sonrió de forma maligna y escribió a su vez: es un secreto de tu padre.

Tocada. Me quité los cascos dispuesta a levantarme y patear al enano (por entonces él tenía ocho años y yo trece a punto de catorce). No se entra en el dormitorio de una prima, le solté, al menos no en el mío, vete al jardín?. ¿Tu ordenador tiene juegos de rol? preguntó el memo de Alfonsito. No, bonito, respondí, y añadí: a ver, ¿?qué secreto es ése? El secreto es que tu padre lleva un tatuaje, dijo, y yo respondí como un disparo: mentira, eres un capullo mentiroso. Y él me respondió: pues me lo ha dicho mi padre, para que te enteres.
Afortunadamente mis tíos se fueron pronto, para no pillar la caravana de coches que enseguida entraría en Madrid, y yo sólo tuve que bajar para despedirme de ellos y dar y recibir besos como una buena sobrina, muaks, muaks, qué alta estás ya Lucía, y qué guapa, y yo: sí tía, muaks, muaks.

¿Mi padre llevaba un tatuaje? Por la noche ordené las ideas. Punto número uno o aspecto físico del asunto: yo estaba harta de ver a mi padre en bañador (a cambio de vivir lejísimos de Madrid nuestra urbanización cuenta con piscina comunitaria) y él no tenía ningún tatuaje en el cuerpo. Punto número dos o aspecto profundo del asunto: era imposible que un hombre como mi padre se hubiera tatuado.

Los tatuajes se los hace la gente joven (en mi Instituto ya se habían tatuado muchos chicos y chicas de quince para arriba). -¡Pero mi padre tenía más de cuarenta y trabajaba en un banco! Los hombres de su edad con tatuaje sólo pueden ser: gamberros ingleses de vacaciones en Salou (descartado), ex presidiarios (descartado), gays entrados en años (descartado) o, última categoría, gente con un pasado turbulento.

¿Cómo se le habría ocurrido a Alfonsito tamaña trola? Encendí el ordenador y busqué en internet por tatuaje y también por tattoo. Había montones de páginas llenas de fotos, algunas de dar miedo: un tío musculoso estilo motero salía en tanga con todo el cuerpo tatuado, por delante y por detrás (a excepción del tanga, claro). Una chica se había tatuado dos serpientes enroscadas en las tetas, una verde y la otra azul. Las serpientes tenían la boca abierta justo al lado del pezón, y se veía muy bien su lengua bífida y el diente curvo y venenoso. Sus colas se metían en los sobacos de la tía, que además iba rapada y tenía una mirada como perdida.

Mi pobre padre, que iba a trabajar con su trajecito gris y su corbata, no tenía nada que hacer entre esos exhibicionistas. Apagué el ordenata y me acosté. -¿De dónde habría sacado Alfonsito ese chisme? Me lo ha dicho mi padre, había soltado muy ufano el cretino de él. El tío Alfonso carecía de imaginación y de sentido del humor como para inventarse ese cuento.

Pasé la mañana del lunes en la piscina perdiendo el tiempo. Mi padre se daba un chapuzón por la tarde, cuando llegaba de Madrid. Un chico como de unos dieciocho años llevaba un tatuaje en el brazo, una especie de dragón con alas, y una chica a la que calculé veinte años se había tatuado un arabesco bastante chulo en la espalda, justo por encima de la braga del biquini. El chico del dragón estaba muy bueno, tenía unos ojos verdes de morirte, y siempre se ponían con él en las toallas unas cuantas tías en plan lobas. Las mamás con niños pequeños, que a esa hora infestaban la piscina, por supuesto que no iban tatuadas, ni tampoco los maridos que aparecerían más tarde, a la salida del trabajo, con sus tripitas y todo lo demás. Un tío de más de cuarenta años tatuado resultaría allí sencillamente sospechoso.

Un rato después bajó Clara, la segunda mujer de mi padre, con la que yo no tenía mal rollo, sino todo lo contrario, y se sentó a mi lado. Mi madre se mató conduciendo su coche cuando yo tenía cinco años, y mi padre se casó después con Clara, que es psicóloga. Afortunadamente no es psicóloga infantil ni de adolescentes, gracias a lo cual nunca se ha animado a lavarme el coco. Ella se dedica a atender a vejetes con problemas de pérdida de memoria, del tipo del abuelo que sale de casa a comprar el pan y se pierde tres calles más allá. Clara nunca ha pretendido ir de madre conmigo, cosa que es muy de agradecer, va de amiga (o lo intenta), y yo la trato como a esas amigas un poco plastas del Instituto a las que escuchas poniendo cara de mucho interés pero nunca les cuentas nada.

Lo normal es que yo le hubiera preguntado a Clara, las dos con los pies metidos en el agua: oye, -¿mi padre lleva un tatuaje?, pero hacer esa pregunta llevaba implícito dar crédito a las capulleces del primo Alfonsito, y yo no podía rebajarme hasta ese punto delante de Clara. Así que le señalé a la chica del arabesco, que tomaba el sol boca abajo a nuestro lado, y dije: me gusta el tatú que lleva esa chica, por lo menos no es macarra, ni da dentera. Clara entonces me preguntó: -¿te gustaría tatuarte?, y yo dije, no sé, ya veremos.

Francamente, no había pensado hasta entonces en tatuarme, por la misma razón que no había pensado en comprarme una moto, ya la tendría cuando tocara, si es que tocaba. No estaría mal aparecer con un tatú en casa, en plan sorpresa total y discreto cabreo familiar, del estilo de -¿hija, cómo se te ha ocurrido hacerte eso?, y yo totalmente guay respondiendo: ha sido idea de mi chico, que está loco por mí y yo por él. Claro que el efecto sería nulo si el viejorro de mi padre va y se arremanga en ese momento la camisa y me dice: no está mal el tuyo, pero no puede compararse con el que me hice yo hace veinte años cuando navegaba por el Mar Amarillo. ¡?Veinte años! Yo ni siquiera había nacido y el puñetero oficinista ya andaba por el Mar Amarillo. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa menos que mi padre me ganara así por la mano. Hola chicas, dijo mi padre, que acababa de llegar a la piscina para darse su chapuzón.

Punto número uno: si se había tatuado tenía que ser en el culo o en la ingle, porque en el resto del cuerpo no tenía ninguna señal. Punto número dos: según leí en una página de internet la noche anterior el tatuaje en el trasero es muy frecuente entre los gays (¡descartado, por favor!). Punto número tres: Alfonsito no podía tener una inteligencia tan diabólica como para inventarse algo así. Último punto mientras subíamos a casa los tres juntos para cenar: si mi padre se había tatuado las nalgas eso tuvo que ocurrir antes de que se convirtiera en lo que ahora era, mi aburrido, grisáceo y previsible progenitor, el tatú sucedió en otra época, en una época turbulenta que yo no conocía, cuando traficaba por los mares de China con armas o con cosas peores.

Tengo un secreto, había dicho el subnormal del primo. – ¡Mi padre sí que tenía un secreto! Allí estaban los dos, tan felices: él viendo la tele en el sofá y Clara a su lado mirándose las uñas. Pura apariencia de vida tranquila y familiar, una comedia que él representaba para que yo me hiciera la ilusión de que era una niña feliz, protegida por un papaíto convencional con chalé en el extrarradio. Mentiras y más mentiras. Ni me despedí. Subí a mi cuarto a la carrera antes de que me diera un ataque allí mismo, delante de ellos.

Cayó la noche (y el canto de las cigarras) sobre la sierra de Madrid, y yo dejándome los ojos en la pantalla del ordenador, navegando por las páginas de los fanáticos del tatuaje mientras la música de Alex Ubago resonaba en los cascos. Entré en una página en inglés y fui pinchando en una galería de fotos de gente con las nalgas tatuadas: casi todas chicas con pintas de zorronas de discoteca, y un par de tíos desagradables a más no poder.

Mis posibilidades de verle el culo a mi padre eran sencillamente inexistentes. Yo suponía que las chicas llegaban a viejas y se morían sin haber contemplado nunca esa parte del cuerpo de su progenitor. Con Clara era distinto, ella era mujer, y no había ningún problema si yo entraba en el baño a buscar algo mientras se estaba duchando, y a la inversa, pero el culo de un padre debe ser para su hija como la cara oculta de la Luna: se sabe que existe pero nunca puede verse.

Yo intentaba aclarar mis ideas mientras las cigarras cantaban, los coches zumbaban por la autopista cercana y por la pantalla del ordenata desfilaban fotos y fotos de una humanidad semidesnuda con el cuerpo recubierto de símbolos. El tatuaje es un lenguaje, explicaba una página que enlacé, y surgió en las cárceles donde los reclusos grababan sobre sus bíceps su rango entre los demás presos y también amenazas de muerte para quienes los habían denunciado. Aparte estaba el rollo de los maoríes, que se tatuaban para aplacar la cólera de los dioses, combatir el cólera morbo y demás monsergas primitivas. No iba a resultar fácil verle el trasero a mi padre, la mera idea de querer ver el trasero de tu padre es monstruosa. Claro que yo no buscaba el punto físico (ver las nalgas ya descolgadas de un cuarentón) sino el aspecto profundo de la cuestión: descubrir la verdad, saber si había en ese culo un lenguaje secreto que yo ignoraba, un pasado que me ocultaba disfrazado de jefecillo de banco. -¡Mi padre, ese desconocido!

Yo recordaba vagamente (de la época en que iba a clase de religión) algo parecido en la Biblia: unas hijas que habían visto a su padre cuando el tío estaba en bolas y encima borracho perdido. Aquello sucedió antes del diluvio universal, o poco después, y fue un escándalo tan grande que aún se pone como ejemplo de lo que no se debe hacer. Y, sin embargo, yo tenía que hacerlo, lo deseaba, necesitaba hacerlo, aunque no iba a resultar nada fácil. Mi padre era pudoroso en extremo, le parecía fatal el top less y no digamos ya el nudismo, cuando entraba en el baño siempre cerraba la puerta, y en la playa siempre, siempre, se ponía una camiseta para sentarse a comer, etc, etc.

De modo que el cuarto de baño estaba totalmente descartado, carecía de ventana y la puerta se cerraba a cal y canto. El otro sitio donde la gente normal se desnuda (o está desnuda, que viene a ser lo mismo) es en su dormitorio. Digo lo de gente normal porque los que se despelotan en internet andan tarados de verdad. Pero mi padre y Clara dormían con la puerta cerrada y, además, ?¿qué excusa puede poner una buena hija que ya usa sujetador para entrar de golpe y sin llamar antes en el dormitorio de su padre y su pseudo madre?

Quedaba la alternativa de la ventana del dormitorio, que daba a una terraza a la que también se accedía a través del estudio que compartían Clara y mi padre (yo tenía mi cuarto independiente y la casa contaba también con un dormitorio de invitados: privilegios de las hijas únicas con casa grande). El estudio a oscuras es lo que yo atravesaba en aquel momento, descalza, en pijama de pantalón corto y casi sin respirar para no ser descubierta. Como era de esperar me di un golpe con la mesa. ¡Qué cantidad de ruidos se perciben en la noche cuando una se queda quieta, quieta, de puntillas, sin consumir oxígeno ni mover las pestañas, como una estatua de sal!

Unos minutos más tarde reuní todo mi valor y alcancé por fin la terraza. La persiana estaba enrejillada y por ella salía una luz muy suave. Me acerqué hasta ella, cerré el ojo izquierdo y pegué el otro ojo contra las pequeñas aberturas practicadas en las lamas de plástico, dispuesta a abrir la página secreta del pasado de mi padre, su juventud en el Mar Amarillo, o los años que pasó en un presidio condenado por desfalco, aunque luego se rehabilitó, se casó, procreó (procreó una hija fisgona, que cometía pecados bíblicos), enviudó y se volvió a casar.

¿Y si en ese momento estaban haciendo el amor? Cerré el ojo de golpe, como el diafragma de una máquina de fotos. No me atrevía a mirar. Una cosa era ver a una pareja dándole al sexo en una película y otra ver a tu papá en plena faena. Yo no estaba preparada para eso, quizá tendría luego pesadillas, o un trauma que me llevaría de mayor a rechazar a los hombres, o a enamorarme de mi propio padre (un poco enamorada de él ya estaba, pero no en ese plan).

Así estaba, quieta en la oscuridad, con la frente apoyada contra la persiana, muy quieta, cuando le puse la mano en el hombro y le pregunté bajito, para que no se asustara: ¿Lucía, mi niña, qué haces aquí?. Había oído ruidos en el estudio y salí del dormitorio descalzo y allí la encontré, espiando por la ventana, paralizada por la sorpresa y sin fuerzas para gritar del susto cuando volvió la cara y me vio. Lucía, volví a repetir, impresionado por la enorme expresión de vergüenza que vi en su cara.

Papa, farfulló, no es lo que tú piensas… verás, es todo culpa del subnormal de Alfonsito y, además papá, añadió casi temblando, no pienses que yo soy una degenerada sexual, por favor.

Me sentía muy incómodo, la verdad. Yo nunca había espiado a mis padres, pero recordé, en una ráfaga que vino desde un pasado muy remoto, desde mi infancia hasta nuestra casa sumergida en el calor de la noche de verano, que en una ocasión espié a mi hermana mayor, quizá yo tenía la edad de Lucía, o algo menos, un episodio sin importancia, pero a mí nadie me sorprendió haciéndolo, no tuve que pasar por la inmensa humillación de mi hija que buscaba una salida airosa para su travesura contándome su conversación con el primo, descalza como yo en la terraza.

Hubiera sido mejor que la sorprendiera Clara, estas cosas se arreglan mejor entre mujeres, pero Clara debía estar todavía debajo de la ducha y yo aguanté la sonrisa mientras le decía a mi hija ¿de modo que Alfonsito anda contando que yo llevo un tatuaje en el culo?

Te lo juro papá, exclamó, sin duda aliviada porque yo entraba al trapo, porque admitía que las habladurías de Alfonsito eran una buena razón para espiar a los padres metidos en la cama. ¿Si piensas que llevo un tatuaje por qué no me lo preguntaste? le dije, ahora sonriendo abiertamente, dispuesto a seguir su juego para salvarla de la quema. Me daba corte, soltó con la sinceridad de sus trece años, y además, añadió, me parecía imposible que tú lleves un tatú, vamos que no te pega, que no eres capaz.

Balanceando los brazos de atrás hacia delante, Lucía me dio una larga explicación sobre la gente que va tatuada y la que no va tatuada, me expuso sus reflexiones sobre los jóvenes y los que ya no lo somos y, como colofón, una teoría pueril según la cual un tipejo como yo no es digno de llevar un tatuaje, salvo que haya tenido un pasado aventurero, pasado que, a los ojos de mi hija, era imposible que yo hubiera tenido. Tú eres tan seriecito, papá, sonrió melosa, anda, perdóname que haya sido tan mema como para creer a Alfonsito.

Es difícil ser padre de una niña que entra en la adolescencia. Su madre murió muy pronto, pero es peor ver que tu hija te ha sentenciado a la madurez más triste cuando tú mismo luchas dando boqueadas para no caer en ella. Yo era tan seriecito, tan incapaz de haber tenido un pasado digno de entusiasmar a mi propia hija. Mi padre sí que había tenido uno, un pasado heroico propio de su época, sorteó una posguerra calamitosa, yo era un vulgar ejecutivo de banca sin rasguños, lo mío era el debe y el haber, de modo que hice un último esfuerzo para recuperar mi dignidad y le mentí por primera vez a Lucía. Verás, no sé como se ha enterado Alfonsito, pero es cierto, llevo un tatuaje en el trasero, por debajo de la cintura, me lo hice hace años.

Para un hombre no hay placer comparable al de ver brillar una llamarada de admiración en los ojos de una mujer. Allí estaba Lucía, salvada de la acusación de mirona y, además, emocionada ante la idea de que su padre no era un padre vulgar. Yo me sentía como un astronauta cuando vuelve a casa y sus hijos le preguntan ¿cómo es la Luna papá?

Vamos Lucía, a la cama, y no me pidas que te lo enseñe ahora, dije para salir del paso definitivamente. Vale, respondió, ya me lo enseñarás cuando quieras pero dime cómo es el tatú, sólo dime eso. Dudé unos segundos hasta que me acordé de un chico que estaba por la tarde en la piscina con un brazo tatuado. Es una especie de dragón con alas, le expliqué, pero este lleva dos cabezas, añadí rápidamente.

¿Y qué significa? ¿Por qué te lo hiciste? Lucía había enganchado una presa y no estaba dispuesta a soltarla. Supuse que estaba deseando que fuese ya de día para presumir delante de sus amigas de padre tatuado y con pasado bucanero. Era necesario terminar aquella conversación antes de que Clara apareciera en mi búsqueda y destapara la patraña, de modo que le prometí enseñarle el tatuaje un día de estos y contarle la historia completa, que sería la historia de una promesa y de una chica, una historia de antes de que yo conociera a tu madre. Jo, papá, estoy deseando verlo, dijo Lucía mientras se iba camino de su cuarto después de darme un beso.

Cerré la puerta de mi cuarto y me puse a alucinar en colores. ¡El viejo llevaba un tatú! El capullo de Alfonsito no mentía, seguro que el tío Alfonso lo sabía desde siempre y se lo había contado al mocoso para presumir de enterado. Menos mal que mi padre no se había mosqueado, si no llega a ser verdad lo del tatú igual me suelta un guantazo por fisgona o, cosa aún peor, me lleva de los pelos a hacer terapia con alguna psicóloga amiga de Clara, una terapia para curarme de mi insana afición a observar a los adultos mientras hacen gimnasia nocturna.

¿Cómo sería el dragón con alas y dos cabezas de mi padre? Estaba deseando que me contara la historia. Un dragón con alas y dos cabezas… repitió dos días después un tatuador de la calle Fuencarral cuando le expuse mi deseo de grabarme el trasero. El color me da igual, le expliqué, tiene que ser un dragón con alas y dos cabezas, pequeño a ser posible. Pensé que el tatuador, un hombre joven con pendientes y una larga coleta, dudaba de que un tío con mis pintas de funcionario respetable quisiera tatuarse el culo de verdad, pero yo no estaba dispuesto a salir de su estudio sin mi trofeo en las nalgas.

¿Hay algún problema porque sea un dragón? le pregunté. Ninguno, me respondió, ahora preparamos unos dibujos de prueba y elige. Lo que pasa, añadió, es que ese tatuaje tiene una historia muy curiosa, en la antigua China se grababan un dragón así los eunucos que custodiaban el tesoro imperial, con la intención de ahuyentar a los ladrones. No lo sabía, dije apesadumbrado. Podemos buscar otro dibujo, propuso el tatuador. Nada de eso, le respondí mientras me tumbaba en la camilla boca abajo, tiene que ser ese dragón porque, aunque sea difícil de explicar, lo llevo ahí desde hace muchos años.

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