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Suicida

diciembre 4, 2002

Por extraño que parezca, todos vimos cuando se le rompió el corazón. Fue como película proyectada cuadro por cuadro. Y sin embargo él negaba la situación y se limitaba a asegurar que se sentía un poco mal y triste por una cosa que prefería no contar. Pero no era cierto. Era el corazón roto, la ausencia de aquella mujer y las largas noches sin su latido cercano.

Por eso lo invitamos a compartir unas cervezas. Nos pusimos de acuerdo para vernos a las diez de la noche en el bar de siempre. Con su ruiderazo y la banda dándole a los hits de los ochenta que tanto nos gustaban y que hacían la atmósfera de comunión: todos cantábamos y cuando ya estábamos borrachos nos abrazábamos y nos preguntábamos sobre escenas del pasado. Te acuerdas de esto, recuerdas aquello, no has visto a este, una vez me llamó aquel…

Pero él estuvo como ausente esa noche, ni siquiera cuando entonaron la canción sobre la amistad que siempre nos ponía de buen humor a todos y nos despertaba aquellas ganas de darle un beso en la mejilla a los amigos y decirles lo mucho que los queríamos y lo bien que nos hacía tener cuates como esos. No, ni siquiera esa canción lo sacó de sus pensamientos.

Ya por ahí de las dos de la mañana le ganó el sentimiento y nos dijo que nunca sería lo mismo sin ella; nos contó que fue él mismo quien provocó la partida de quien, dijo, era el amor de su vida. Aseguraba que era su culpa y de nadie más, pues llevaba más de un mes sin hablar con ella, dejando que el problema se hiciera más grande y sin buscarla soluciones necesasrias.

David fue quien le pidió que se olvidara de ella y recordara el viejo dicho de que «un clavo saca otro clavo». Pero ni así. Nomás se soltó a llorar. Al rato nos contó que estaba pensando muy seriamente en sucidarse y dejar de extrañarla; nadie le creyó y todo atribuimos esas trágicas palabras al alcohol. al momento, y a que en ese momento sonaba una canción bien pegadora que hablaba de una mujer que se fue.

La noche pasó sin mayores contratiempos, y hasta hubo un momento que se integró a la plática y era él mismo quien rememoraba otras historias. Como esa en la que todos fuimos a un balnerario en pleno invierno. Nos reimos al recordar aquella alberca de olas, enorme, con sólo cinco personas: nosotros cuatro y un señor con un visor que buscaba tesoros en el fondo.

A las siete de la mañana nos despedimos. Fue una noche alegre, y él nos dijo que le había hecho mucho bien compartir un momento con nosostros. Había en sus palabras algo como de despedida, una mirada de esas que se le da a alguien que se va de viaje.

Llegó a casa y se tomó todo el botiquín. Nunca fue bueno para la farmacéutica, y será por eso que no sabía que lo único que podía provocarse con lo que se tomó era una diarrea segura. La cosa se complicó por todo el alcohol que transitaba por sus venas.

Hoy es sábado y es el único día que tenemos para visitarlo. Está de buen humor. Aunque no habla y casi ni se mueve de la silla que le ponen al sol, la mirada se le ve clara y en la boca se le dibuja algo muy parecido a una sonrisa. Le trajimos fotos de ella y David metió una grabadora con la canción ochentera que habla de la amistad

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