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Preadolescentes

diciembre 4, 2002

Cuando un niño llega a los doce años comienza el camino para convertirse en un hombre, le decía su madre. Van a haber muchos cambios, muchas confusiones, Jaime; y el pequeño la miraba sin saber a qué se refería, todavía con una sonrisa porque aquel infierno andaba, aún, muy lejos. Son aquellos segundos de calma antes de la tormenta, antes de que una bomba nuclear te acaricie el rostro y se lleve consigo toda la carne, esos momentos en los que la luz esperanzada del pasado todavía brilla y no ves el abismo hacia el que te diriges. Por eso Jaime sonreía sin prestar mucha atención aquel Lunes, cuando su madre acabó de hablar la abrazó juguetonamente y la arrastró a su cuarto para que le ayudará a hacer la mochila. Un día más de clase, él creía en aquello firmemente, como quien cree en una bondad divina.

Todos sus amigos estarían en su clase, nada había cambiado, por suerte su colegio disponía de clases de secundaria, hasta cuarto. Todo seguiría igual, por ello no comprendía a su madre. Raúl le esperaba como siempre en la esquina de su calle para ir juntos al colegio, el colegio estaba a apenas un par de manzanas, sus madres les acompañaban hasta el semáforo frente al colegio y marcharían, para que los jóvenes tuvieran cierta independencia, intuyendo los años venideros. Más allá del semáforo había que seguir el camino recto hasta que te toparas con el recinto, los padres podían quedarse mirando a los pequeños como marchaban, frente a aquella barrera que separaba la infancia de una adultez obtusa. Jaime besó a su madre en la mejilla, esta lo saboreó sabiendo que sería uno de los últimos que obtendría, abrazó a su hijo y marchó con Teresa, la madre de Raúl, de vuelta a casa, con una sonrisa agridulce. Porque su pequeño estaba creciendo.

Primero de la ESO, un cambio que, a pesar de lo que le había dicho su madre, le entusiasmaba. Ya eran mayores, mayores de verdad, ahora podrían ir a fiestas, a bailes, salir después de las seis de la tarde, ir al parque y estar solos, hablar con las chicas (aunque no sabía porque a todos les encantaba tanto hablar con las niñas, ¡no lo entendía!). Él quería todo aquello, pero también quería seguir jugando con Raúl en su casa a los superhéroes, a los coches de carrera o a la consola. Sería el mismo, pero con más privilegios, con más comodidades y diversiones, no cabía en sí de la emoción.

El instituto estaba incluido en el recinto de su colegio, así que se lo conocía muy bien. La ascensión de curso solo suponía ascender unos cuantos peldaños, subir un piso más por las escaleras, frente a las cuales Raul y Jaime pronto se encontraron. Subió por las escaleras al tercer piso, sintiendo que aquello ya era un gran paso para él, una mejoría. Raúl le acompañaba comentándole que había alumnos nuevos, que alguien le había comentado que eran repetidores. Lo decía hasta con cierto miedo, con un miedo a lo desconocido y con respeto. Jaime asintió y continuó la charla, ¿nos sentamos juntos? Preguntas retóricas.

La profesora entró en el aula, los alumnos ya estaban sentados, en segunda fila central Jaime y Raúl juntos. Comenzó una charla inaugural, qué estudiarían ese año, la posible dificultad, las nuevas asignaturas, solo escribir con bolígrafo azul. Les insistía a relajarse, les decía aquello tras haberles hablado de todas las pegas e inconvenientes, como si tan solo las palabras pudieran curar de espanto un alma ya temblorosa que ansía huir. Los niños, algo temerosos por aquel curso definitivo, estaban en completo silencio. La profesora profesó unas últimas palabras de ánimo antes de comenzar con las presentaciones, pero, nuevamente, no surtieron efecto.

Los ánimos del nuevo curso, rotuladores, marcadores, gomas sin marcas de lapiz, bolígrafos de mil colores para los rótulos, carpetas, estuches, libretas y el olor a libro nuevo, comenzaban ya a diluirse tras aquella conferencia. La profesora Concha decidió que los alumnos se presentaran diciendo su nombre, para empezar, y algo que les apeteciera compartir de sí mismos. Los nombres volaron por la sala, Jaime con un «Me llamo Jaime Soria y espero hacer muchos amigos», con una sonrisa de oreja a oreja y unas risas de fondo de un par de alumnos del final de la clase. Aquellas risas que se mofaban de aquella alegría de los nuevos, veteranos curtidos con cicatrices que ya conocían la verdadera cara de aquel campamento militar llamado instituto. Cuando ellos se presentaron dijeron su nombre, pero bajo estos no había optimismo, un solo Chechi y Cequi fueron pronunciados con desidia.

—Por favor, chicos —decía Concha que ya los conocía—, decid vuestros nombres bien. Sergio Sáez y Ezequiel Alba.

Los chicos mostraron indiferencia. La introducción terminó no mucho después y las clases normales comenzaron, con el habitual cambio de profesores de aquellos nuevos lares. Todo marchó con normalidad aquel día, un almuerzo en compañía de viejos y fieles amigos, clases amenas y ganas por escribir y hasta atender a los profesores, pero algo distorsionaba aquella felicidad, algo desentonaba como una nota mal tocada. Eran aquellos tres, Chechi, Cequi y otro alumno repetidor más, que decían se llamaba Padilla y estaba en el segundo grupo. Los caballeros de la discordia estudiantil, apartados como por una especie de miasma pestilente que les rodeaba, con aquellos ademanes amenazantes hacia los novatos, con aquellas miradas entre odio y escarnio dirigidas hacia Jaime y Raúl, con insultos inapropiados en sus labios.

La campana tocó y los niños salieron del recinto, Jaime junto a Raúl, inseparables, dirigiéndose hacia el bar que hacía esquina cerca del semáforo, dónde les esperaban sus madres. Con charlas inquietas todavía por el camino, hablando de aquellos innombrables.

—¿Has visto que macarras son?
—Debemos tener cuidado con ellos… parecen de los que te marcan y ya no te sueltan.
—¡Solo son un año mayores!

El parque que rodeaba el colegio estaba lleno de charcos y barro por las recientes lluvias, los tres invocados habían aparecido cerca de una acequia, dónde reían y pinchaban algo en las aguas que se movían. Algo salpicaba, tal y como lo veían los dos niños. Raúl se acercó casi sin quererlo, para ver aquello que estaban punzando con palos, para descubrir a una rata de tamaño considerable, parecida a una cobaya, gordita y con su cabello mojado, chillando de aquella manera tan insoportable hacia los matones. Jaime, al verlo, sintió una tremenda rabia que se le escapó por la boca como un vómito.

—¡Eh! ¡¿Qué le hacéis a esa pobre rata?!
Raúl le miró desconcertado por aquella intervención llena de valentía.
—¿Qué hacemos? ¡Lo que nos da la gana! —dijo Cequi.
—Mírala, está tan gorda como tú, Raúl —dijo Chechi.
—¡Él no está gordo! —respondió Jaime.
—Claro, de hueso ancho se dice —rió Padilla.
—Esa pobre rata no os ha hecho nada, dejadla en paz —insistió Jaime.
—Morirá si no consigue salir de la acequia, le ahorramos sufrimiento —contestó Cequi.
—Nosotros la sacaremos —dijo por fin Raúl apoyando a su amigo.

Los tres mayores se miraron entre risas, casi creyendo imposible que dos niñatos se enfrentaran a ellos de aquella manera tan natural y espontánea. Profesaron más amenazas al marcharse, con unas promesas que auguraban un final horrible para ambos, pero ellos estaban contentos porque habían salvado a la rata y ahora corría hacia el campo, seguramente a buscar algo que llevarse a la boca.

Aquel día fue igual que los anteriores, pero no del todo, porque Jaime había hecho una buena acción, porque había salvado la vida de aquella rata. Todavía escuchaba los insultos de los tres matones, con sus puños alzados al cielo, sus miradas de odio y él tan sonriente, tan indiferente hacia su negativismo.

***

Ya era viernes, la semana había sido como una montaña rusa, más caótica, menos tranquila. Los abusos de los tres matones eran llevaderos, molestos pero llevaderos, el truco era ignorarles muy a pesar de aquellas palabras, de los intermitentes empujones y de la tensión en el aula. La advertencia de Raúl había sido casi un arma de sugestión que habría atraído aquella misma miseria de la que alertaba, pero a Raúl no le importaba porque veía que los tres acosadores se metían de igual manera con el resto. Y nadie hacia nada, pero ellos tres tampoco pues todavía no habían tocado ni un pelo a los dos pequeños, todo se quedaba simplemente en palabras, ningún puño había caído sobre sus rostros.

Los dos amigos salían del colegio y se apoyaban en las vallas de hierro de la entrada, que protegían el recinto de intrusos nocturnos. Aunque no llegaban a imaginar a qué clase de persona le interesaría irrumpir en un colegio cerrado a las tantas de la noche, ¿quién iría allí voluntariamente aun sin la presencia de los carceleros? Allí charlaban de los deberes, quedarían para hacerlos y luego saldrían a jugar, en el parque de la plaza mayor estarían algunos colegas en pleno partido de fútbol. Mientras hablaban una sombra apareció bajo sus pies, una pequeña rata mojada que parecía saludarles con un movimiento oblicuo de cabeza.

—¡Mira, es la rata del otro día! —dijo Raúl entusiasmado.

Se agachó para acariciarla, pero la rata salió corriendo y Raúl tras ella. Jaime, que no quería perderle de vista, le siguió hasta la parte trasera del colegio, donde estaban las cajas de corriente eléctrica y la caldera, con charcos de lluvia por doquier por aquella semana tormentosa que no cesaba ni terminaba nunca. La verja en aquella zona estaba repleta de enredaderas, el suelo embarrado de ni alicatado, el solitario colegio sin un alma.

Entro por las puertas, que parecían de garaje, abiertas de par en par, sin rastro de Raúl. La estancia era oscura, apenas luces del exterior nublado entraban por la puerta, las máquinas gigantescas se alzaban como monstruos de plata. Jaime anduvo con cuidado, tratando de sortear los charcos y mirando en todas direcciones. Se escucharon unos pasos del fondo y un golpe metálico seco hizo eco en la estancia.

—¿Raúl?

Se acercó en dirección al ruido, pero de repente un gran rayo de luz llenó la sala y sonó como si se hubiera levantado la bestia de Frankenstein de su lecho científico. Jaime cayó al suelo, mojándose con las aguas pero ya sin importarle, aterrorizado frente a aquel único rayo que había aparecido, arrastrándose por el suelo hasta la salida. Entonces, un par de ratas salieron de la oscuridad de la que había surgido el rayo. Una de ellas mantuvo las distancias, pero otra se acercó a Jaime, olió sus zapatos y se subió a su pantalón casi esperando ser acariciada.

—¿Quién eres tu ratita? ¿Has visto a mi amigo Raúl?

Y la rata chilló, casi desesperadamente, mientras se revolvía en los pantalones de Jaime, saltaba, quería decirle algo pero Jaime no comprendía. El animal pareció señalar a Jaime, luego se señaló a ella golpeando su pechito pequeño, luego alzo los brazos al cielo y se los llevó a la cabeza. Jaime, paralizado, con su mandíbula caída del desconcierto, creyó llegar a una conclusión.

—¿Raúl, eres tú Raúl?

La rata asintió y bailó contenta, se movió nuevamente a saltos ahora alegres.

—¡¿Cómo… cómo es posible que te ha pasado?!

Pero la rata no pudo contestar, no tuvo tiempo de hacer ningún gesto pues de las sombras surgieron tres siluetas bien reconocidas.

—Bueno, bueno, bueno… ¿a quién tenemos aquí? A Jaime y su amante la rata —dijo Cequi.
—Parece que el bebé de primero ha mojado los pantalones —reía Padilla a carcajadas, sus secuaces con él.

La rata Raúl salió corriendo y los matones tras ella, olvidándose de Jaime aterrorizado, asombrado y confuso en el suelo. Lo que buscaban era cargarse a la rata, por alguna razón el joven era el segundo plato, como si ellos hubieran estado presentes en la transformación, ¡cómo si lo supieran! Aquello era gritado en la mente de Jaime, que se levantó y buscó velozmente a su compañero, convertido en pequeño animal, a veces alimaña, pero no veía a los cuatro por ninguna parte. Dio una vuelta entera al colegio y en la misma acequia del otro día vio a los tres matones lanzando piedras al agua. En sus pensamientos un «Raúl» de reiteración intensa.

Se abalanzó sobre ellos con fuerza, haciendo caer a Cequi y Chechi, el primero al agua y el segundo al suelo. Padilla seguía en pie, levantó a Jaime por la camiseta y lo estampó contra la verja negra, en su mirada no había nada humano, sino un ápice de odio mezclado con una apatía infinita. Aquel matón tenía algo distinto, le había estado acosando durante la semana entera y esos ojos no eran los suyos. Jaime comenzó a temer de verdad, lleno él de una confusión vibrante, casi de pesadilla.

—Acabaremos contigo primero, rata asquerosa —dijo Padilla mientras Cequi ayudaba a Chechi a salir de la acequia.
—¡No puedes hacer nada contra nosotros, estás acabado mariquita! —dijo Cequi acercándole una navaja a la mejilla.

Una pequeña parte de su vida le pasó por delante de sus ojos en aquel segundo que sintió la navaja acariciarle la cara, un grito de rata fue escuchado a sus espaldas, abrió los ojos y aquellos tres matones con cornamentas de cabra, miradas furiosas y sonrisas maquiavélicas, él que se escurría entre los barrotes de la verja. Cada vez le era más imposible mantenerse recto, la verja se estaba deshaciendo sobre él, pero no, era él el que se estaba deshaciendo, la imagen de los abusadores se hizo cada vez más pequeña hasta que se vio como una hormiga frente a tres gigantes. Miró a los lados, agarrado a una verja alta como rascacielos, una navaja dirigiéndose hacia su cuerpo, una mano haciéndole caer hasta el suelo tras la valla.

Aquella mano era la de una rata, que le sonreía. Golpeó su espalda contra la pared de la verja, en aquella pequeñez suya de ahora, dándose cuenta de que sus manos también eran de rata y que nuevamente la navaja en manos de aquel abusón se dirigía hacia ellos. Ambos salieron corriendo hacia el campo, olvidando aquella vida adolescente, aquel infierno para niños, aquella cárcel para las mentes, aquellos traumas de por vida, aquellos malvados que son niños y profesores, aquella existencia mezquina que no merece la pena por un título polvoriento colgado de las paredes.

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