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Nunca más

diciembre 4, 2002

Un nuevo día me sorprende despierta, me aterra comprobar que la vida se abre camino, y que el sueño de poder dejar de existir no se hizo realidad.
Mis pies cansados caminan hacia el baño, entro a la ducha y evito mirarme en el espejo, no quiero ser testigo de mi amorfo cuerpo; gordo, deteriorado y repulsivo. Los entiendo, si yo pudiera también me metería conmigo misma, es lógico que les cause nauseas. Culpo a mis padres por haberme hecho como soy, pero pronto dejaré de ser cobarde, y conseguiré dar el paso para que esto termine. Ya no queda mucho, algo en mi interior me avisa de que se acerca el momento.
Frente al armario observo mi ropa, ojalá tuviera una capa que me hiciera invisible a la gente, pero no, toda mi ropa es como un puto cartel de neón que me señala, soy el blanco fácil de todas las burlas.
Hoy mi mochila pesa más que nunca, no son los libros los que molestan, es la humillación, el asco y el miedo, que ejercen de losa sobre mis hombros cansados. Cada paso que me acerca al instituto hace que la opresión alojada en mi pecho, desde ya no recuerdo cuando, se intensifique. Siento miedo y ese miedo tiene el sabor de la arcada que me lleva, como cada mañana, a vomitar en la papelera de la esquina. Intento llenar mis pulmones de aire, pero se niegan. Alzo un poco la cabeza para respirar y poder atravesar la puerta de mi infierno particular, ese que hace que morir sea la única salida posible. Pensar en la muerte me alivia, con ella todo acabaría, mi existencia ruin, las agresiones físicas y verbales. La idea de que algo así ocurra se hace cada día más presente, pero soy una cobarde y lo sé. Subo las escaleras y un empujón me avisa que ella está a mi lado.
—Gorda de mierda, deja paso o te doy una hostia que ruedas.
Las risas corean la frase que llena mis oídos y hace que el miedo se haga evidente. Entro en clase y todos se ríen, me siento en mi mesa junto a la ventana. Solo una idea late en mi cabeza, quiero que llegue el fin, pero hasta entonces seguiré, con la cabeza gacha, miraré al suelo con el deseo de pasar desapercibida sin conseguirlo.
Mis ojos se llenan de lágrimas, siento el ruido de unas tijeras y acto seguido alguien cuelga en la pizarra de corcho un mechón de mi cabello. Mi corazón se desboca de rabia contenida, las lágrimas anegan mis ojos y mi labio superior tiembla a causa de la furia acumulada, miro las tijeras y la miro a ella, me falta valor, solo soy capaz de salir y correr. Corro por el pasillo con ganas de gritar, de abrir la ventana y saltar al vacío. La música que avisa la hora del patio suena en mis oídos y me dirijo a mi refugio, ese lugar en lo alto de las escaleras que me oculta del mundo y de todos. Aquí me siento segura, sé que durante media hora no corro peligro, pero aun así siento como mi cuerpo tiembla. La ira crece cuando toco la coleta ahora destrozada.
Escucho unos pasos que se acercan, mi corazón late con tanta fuerza que me duele el pecho a cada latido. Mi boca se seca convirtiendo mi lengua en esparto y el sabor a hiel se aloja en mi garganta.
—Sal de tu escondite, zorra —grita.
Su orden inunda mi cerebro, dudo en obedecer o quedarme quieta, pero de qué me valdría, sabe que estoy aquí, es capaz de oler mi miedo. Escucho su respiración alterada, y soy consciente de que cuanto más tarde en salir más se ensañará conmigo. Desciendo los escalones que me llevan a mi verdugo y noto mi ropa interior mojada, el miedo me quitó el control sobre mi vejiga.
Una vez delante de ella respiro hondo, me preparo para los golpes a los que estoy destinada. La última vez fue una ceja partida, hoy quizás tenga suerte, y el golpe me deje muerta. Una mano para el golpe del que solo yo era destinataria.
—Basta ya. Fuera, no te lo volveré a repetir. —Una voz le ordena encarándola.
Me sorprendo, lo miro y reconozco al chico de clase, ese callado, uno de los pocos que nunca se había metido conmigo.
—Tranquila, no estás sola. —Y su voz llena todo el espacio.
Lloro, con un llanto amargo, soy incapaz de parar mientras sus palabras inundan mis oídos y se abren paso en mi cabeza. Su mano acaricia mi espalda y me reconforta tanto, que por primera vez en todo este tiempo dejo de sentirme sola.
Un largo rato después consigo ahogar mi llanto, con timidez lo miro a los ojos, y una grata sensación me invade. Sé que me entiende, que sabe lo que siento.
Con delicadeza me levanta, yo sigo temblando, aún tengo miedo, pero también tengo algo que no conocía; esperanza.
—¿Dónde me llevas? —le pregunto tímida.
—Vamos a hacer las cosas bien, vamos a denunciar.
Lo miro, no sé su nombre pero sé que es un valiente, una persona que da la cara por mí sin conocerme.

Meses después.

Mi vida ha cambiado, sigo necesitando terapia, según mi psicóloga, el daño emocional y psicológico es tanto que me llevará tiempo recuperarme. Pero ahora ya no pienso en la muerte, desde ahora mi única opción válida es la vida, luchar y quererme a mí misma.
Hace días que vuelvo a mirarme al espejo, ya no odio a mis padres por haberme dado el cuerpo que tengo, poco a poco y con ayuda de mi amigo Valiente voy aceptándome tal y como soy. Ojalá en todo lugar exista siempre un valiente capaz de tender una mano a personas que lo necesitan.
A mí me salvó la vida y siento que estoy en deuda con él. No le gusta que se lo diga, pero cuando insisto me dice que la mejor manera de pagarle lo que hizo es que me obligue a sonreír cada día. Y eso es lo que hago. En ocasiones, aún despierto en mitad de la noche asustada, pero enseguida me doy cuenta de que la pesadilla hace tiempo que terminó.

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