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La literatura y la vida

diciembre 4, 2002

Muchas veces me ha ocurrido, en ferias del libro o librerías, que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: «Es para mi mujer, o mi hijita, o mi hermana, o mi madre; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura». Yo le pregunto, de inmediato: «¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?». La respuesta rara vez falla: «Bueno, si, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted». Si, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces: ese señor, esos miles de miles de señores iguales a el, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades en la vida que no pueden desperdiciar su precioso tiempo pasando horas y horas enfrascados en una novela, un libro de poemas o un ensayo literario. Según esta extendida concepción, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos la hora de establecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida.

Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina: en las librerías, en las conferencias o recitales de escritores, y, por supuesto, en los departamentos y facultades universitarias dedicados a las letras, las faldas derrotan a los pantalones por goleada. La explicación que se ha dado es que, en los sectores sociales medios, las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres, y, también, que muchas de ellas tienden a considerar más justificado que los varones el tiempo dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas y que atribuyen a cada sexo virtudes y deficiencias colectivas, de manera que no suscribo del todo dichas explicaciones. Pero, no hay duda, los lectores literarios son cada vez menos, en general, y, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre en casi todo el mundo. En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de este país jamás ha leído un libro. La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6,2 % y la tendencia es a que la diferencia aumente. Doy por seguro que está proporción se repite en muchos países, y, probablemente, agravada, también en el mío. Yo me alegro mucho por las mujeres, claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin literatura, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.

Quisiera formular algunas razones contra la idea de la literatura como un pasatiempo de lujo y a favor desconsiderarla, además de uno de los más enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende a encogerse e, incluso, desaparecer del currículo escolar como enseñanza prescindible.

Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que sólo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, grandes beneficios, pues permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene también una consecuencia negativa: va eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información progresivamente sectorizada y parcial confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo -de pueblos o individuos- produce paranoias y delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios. Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución que les ha llevado a la especialización y al uso de vocabularios herméticos.

La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción o explotación. Nada enseña mejor que la literatura a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura es divertirse, sí; pero, también, aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y como somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias -como las llamaba Isalah, Berlin- de que está hecha la condición humana. Ese conocimiento totalizador y en vivo del ser humano, hoy, sólo se encuentra en la literatura. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades -como la filosofía, la psicología, la sociología, la historia o las artes- han podido preservar esa visión integradora y un discurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y técnicas, cuyas ideas y lenguajes están fuera del alcance de la mujer y el hombre del común. No es ni puede ser el caso de la literatura, aunque algunos críticos y teorizadores se empeñen en convertirla en una ciencia, porque la ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada, reducida a esquemas o fórmulas, sin desaparecer. Por eso, Marcel Proust afirmó: «La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura». No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento; simplemente quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla con los otros.

El vinculo fraterno que la literatura establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trasciende las barreras del tiempo. La literatura nos retrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron, gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora, nos hacen gozar y soñar también a nosotros. Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es él más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.

A Borges lo irritaba que le preguntaran: «¿Para qué sirve la literatura?». Le parecía una pregunta idiota y respondía: «iA nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los arreboles de un crepúsculo!». En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante, es menos fea y menos triste, ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por el azar o la Naturaleza. Son una creación humana, y es licito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los de la escritura, haya durado tanto tiempo. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres -algunos con frecuencia y otros de manera esporádica- porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran. La literatura no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo; sólo existe de veras cuando es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura, experiencia compartida.

Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices. y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Una humanidad sin lecturas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de los cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza, gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales; pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras ni a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüistica, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar, y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse. De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor, sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por los programas de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.

Los medios audiovisuales tampoco están en condiciones de suplir a la literatura en la función de enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua. Por el contrario, los medios audiovisuales tienden, como es natural, a relegar a las palabras a un segundo plano respecto a las imágenes, que son su lenguaje primordial, y a constreñir la lengua a su expresión oral, lo mínimo indispensable y lo más alejada de su vertiente escrita, que, en la pantalla, pequeña o grande, y en los parlantes, resulta siempre soporífica. Decir de una película o un programa que es «literario» es una manera elegante de llamarlos aburridos. Y, por eso, los programas literarios en la radio o la televisión rara vez conquistan al gran público: que yo sepa, la única excepción a esta regla ha sido Apostrophes, de Bernard Pivot, en Francia. Ello me lleva a pensar, también, aunque en esto admito ciertas dudas, que no sólo la literatura es indispensable para el cabal conocimiento y dominio del lenguaje, sino que la suerte de la literatura está ligada, en matrimonio indisoluble, a la del libro, ese producto industrial al que muchos declaran ya obsoleto.

Entre ellos, una persona tan importante, y a la que la humanidad debe tanto en el dominio de las comunicaciones, como Bill Gates, el fundador de Microsoft. El señor Gates estuvo en Madrid hace algunos meses, y visitó la Real Academia Española, con la que Microsoft ha echado las bases de lo que, ojalá, sea una fecunda colaboración. Entre otras cosas, Bill Gates aseguró a los académicos que se ocupará personalmente de que la letra «ñ» no sea desarraigada nunca de las computadoras, promesa que, claro está, nos ha hecho lanzar un suspiro de alivio a los cuatrocientos millones de hispanohablantes de los cinco continentes a los que la mutilación de aquella letra esencial en el ciberespacio hubiera creado problemas babélicos. Ahora bien, inmediatamente después de esta amable concesión a la lengua española, y sin siquiera abandonar el local de la Real Academia, Bill Gates afirmó en conferencia de prensa que no se morirá sin haber realizado su mayor designio. ¿Y cuál es éste? Acabar con el papel, Y. por lo tanto, con los libros, mercancías que a su juicio son ya de un anacronismo pertinaz. El señor Gates explicó que las pantallas del ordenador están en condiciones de reemplazar exitosamente al papel en todas las funciones que éste ha asumido hasta ahora, y que, además de ser menos onerosas, quitar menos espacio y ser más transportables, las informaciones y la literatura vía pantalla en lugar de vía periódicos y libros tendrán la ventaja ecológica de poner fin a la devastación de los bosques, cataclismo que es consecuencia de la industria papelera. Las gentes continuarán leyendo, explicó, por supuesto, pero en las pantallas, y de este modo, habrá más clorofila en el medio ambiente.

Yo no estaba presente -conozco estos detalles por la prensa-, pero, si lo hubiera estado, hubiera abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, con total impudor, su intención de enviarnos al desempleo a mí y a tantos de mis colegas, los escribidores librescos. ¿Puede la pantalla reemplazar al libro en todos los casos, como afirma el creador de Microsoft? No estoy tan seguro. Lo digo sin desconocer, en absoluto, la gigantesca revolución que en el campo de las comunicaciones y la información ha significado el desarrollo de las nuevas técnicas, como Internet, que cada día me presta una invalorable ayuda en mi propio trabajo. Pero, de allí a admitir que la pantalla electrónica puede suplir al papel en lo que se refiere a las lecturas literarias, hay un trecho que no alcanzo a cruzar. Simplemente no consigo hacerme a la idea de que la lectura no funcional ni pragmática, aquella que no busca una información ni una comunicación de utilidad inmediata, pueda integrarse en la pantalla de una computadora, al ensueño y la fruición de la palabra con la misma sensación de intimidad, con la misma concentración y aislamiento espiritual, conque lo hace a través del libro. Es, tal vez, un prejuicio, resultante de la falta de práctica, de la ya larga identificación en mi experiencia de la literatura con los libros de papel, pero, aunque con mucho gusto navego por Internet en busca de las noticias del mundo, no se me ocurriría recurrir a él para leer los poemas de Góngora, una novela de Onetti o un ensayo de Octavio Paz, porque sé positivamente que el efecto de esa lectura jamás sería el mismo. Tengo el convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto; pero probablemente serviría para designar un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura como lo están los programas televisivos de chismografía y escándalo sobre los famosos de la jet-set o El Gran Hermano de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare.

Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu critico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En todo gran texto literario, y, sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una predisposición sediciosa.

La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad, un refugio para aquel al que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus aspiraciones. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacarse los incandescentes deseos de que estamos poseídos.

La literatura sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria -que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal-, somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción literaria, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda evidencia: que la vida soñada de la novela es mejor -más bella y más diversa, más comprensible y perfecta que aquella que vivimos cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y la servidumbre de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es siempre -aunque no lo pretenda ni lo advierta -sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafió a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce limites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Ésa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo en la mayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario -por ejemplo, los poderes que lo gobiernan-, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar.

Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo -empresa siempre quimérica- a aquel en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su terquedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable -casar la realidad con los deseos-, ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos -no a todos, por supuesto- demonios que lo avasallaban. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada como las buenas lecturas.

Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las bellas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real no significa, claro está, como creen las iglesias y los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen inmediatas conmociones sociales o aceleren las revoluciones. Entramos aquí en un terreno resbaladizo, subjetivo, en el que conviene moverse con prudencia. Los efectos socio?políticos de un poema, de un drama o de una novela son inverificables porque ellos no se dan casi nunca de manera colectiva, sino individual, lo que quiere decir que varían enormemente de una a otra persona. Por ello es difícil, para no decir imposible, establecer pautas precisas. De otro lado, muchas veces estos efectos, cuando resultan evidentes en el ámbito colectivo, pueden tener poco que ver con la calidad estética del texto que los produce. Por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, de Harriet Elizabeth Beecher-Stowe, parece haber desempeñado un papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los horrores de la esclavitud. Pero que estos efectos sean difíciles de identificar no implica que no existan. Sino que ellos se dan, de manera indirecta y múltiple, a través de las conductas y acciones de los ciudadanos cuya personalidad los libros contribuyeron a modelar.

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