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La lección de Ingrid

diciembre 4, 2002

Parte uno: Lorenzo Silva

A los cincuenta y siete años, después de una existencia intensa y provechosa, en la que había tenido ocasión de aprender cinco idiomas y diversos oficios, amén de practicar media docena de deportes, manejar con destreza una variada gama de máquinas y hasta gobernar barcos, Manuel Gómez-Dehmer, un hombre resuelto que había probado repetidamente sus fuerzas y su coraje proponiéndose y alcanzando los objetivos más ambiciosos, hubo de averiguar que no sabía nada de la vida. Mientras escuchaba al viejo desdentado del que ahora dependía, en aquel lugar dejado de la mano de Dios, conoció su impotencia y descubrió que no estaba menos desvalido ante la adversidad que cualquiera de los niños que en ese momento le miraban, con las narices llenas de mocos y un fulgor de curiosidad en las pupilas inmensas.

–No vuelva a gritarme –le advirtió el viejo, sin mucho énfasis, y Gómez-Dehmer, al revés que tantas otras veces, se dejó intimidar.

En realidad, si había de sincerarse consigo mismo, y la circunstancia le movía a suponer que si no lo hacía entonces ya no lo haría nunca, llegaba a parecerle que aquellos mocosos mugrientos y asombrados que zascandileaban alrededor del viejo poseían más recursos que él para defenderse del mundo. En su presumible analfabetismo y su única lengua estaban más cerca de la verdad que él, pertrechado con un sinfín de sofisticaciones materiales e intelectuales que en aquel trance, el más decisivo que había tenido ocasión de vivir, resultaban por completo inservibles. Nada podía resolverle su teléfono móvil por satélite, nada su GPS, nada el costoso Range Rover en que había llegado hasta allí (aunque con el teléfono pudiera llamar en el acto a Madrid, a miles de kilómetros y un abismo cultural de distancia, con el GPS leer en cada momento las coordenadas exactas que pisaba y con el Range Rover sortear las dificultades que planteaban los espantosos caminos de aquel país). Y si lo que ponía a prueba eran sus convicciones, sus creencias, y en qué medida le proporcionaban ahora un consuelo o el más mínimo remedio para sus males, el resultado era todavía más menesteroso. Aquellos niños creían en mitos y leyendas que su razón calificaba de burdas supercherías, no sabían dónde caía su país en medio del mundo y estaban seguramente condenados a vivir y morir allí sin salir nunca. Pero ellos le miraban sonrientes y tranquilos, mientras él les evitaba la mirada y se ahogaba en la desesperación.

–Esto no es su país –le explicó el viejo–. Aquí no es nadie. Cuanto antes lo comprenda, antes estará en situación de arreglar algo.

Tampoco se atrevía ahora a mirar al viejo. Pensó que era un sarcasmo, en cierto modo, que todo aquello se le hubiera venido encima por culpa de su hija Ingrid, la más ingenua, la menos aventajada, la más dulce y tierna de los cinco hijos que había engendrado en dos mujeres distintas. Ingrid, aquella a la que siempre había mirado con condescendencia y un punto de compasión, cuyas estrambóticas ideas siempre había desaprobado y no había dejado de ridiculizar como propias de un carácter inmaduro y necesitado de férrea tutela. Pero un día, tres años después de la fecha en que la ley le daba derecho a ello, Ingrid se había autoproclamado mayor de edad, había hecho las maletas y no se le había ocurrido nada mejor que irse a aquella selva. Entonces Manuel Gómez-Dehmer deploró haberla enviado al colegio de monjas cuyas monsergas misioneras Ingrid, a diferencia de otras jóvenes mentalmente saludables y por tanto entregadas en cuerpo y alma al carpe diem financiado por los padres, se había tomado al pie de la letra. Pero lo que en su día le había parecido una puerilidad de su hija, de pronto, y a través de aquel suceso desdichado que a duras penas trataba de resolver, se le mostraba como el camino para descubrir su propia puerilidad, para desmantelar la débil ficción en que había vivido hasta allí.

–Lo que importa saber es si quiere volver a verla –dijo el viejo.
–Claro que quiero –repuso, derrotado.

Lorenzo Silva

Diciembre 2003

Parte dos: José Vicente Pascual

– En ese caso, tiene que desprenderse de todo lo que le sobra y en realidad no necesita para encontrar a su hija – continuó el anciano.

Manuel Gómez-Dehmer no pudo evitar que un sentimiento de agónica desesperanza rumorease en su corazón tras escuchar aquellas palabras. El viejo hablaba de “desprenderse” de cuanto no necesitaba… la verdad desnuda de la experiencia más cercana y más dolorosa lo condujo a la penosa ironía, casi una mala broma, de evocar los instantes de la noche pasada, cuando dos docenas de hombres armados habían irrumpido en el campamento y en cuestión de minutos, entre gritos de rabia y disparos y súbitas hogueras que incendiaron y redujeron a ceniza su último sueño y agitado despertar, dieron muerte a los conductores del inmenso camión que servía a los expedicionarios como almacén de alimentos, herramientas, combustible y demás utilería necesaria para cruzar aquellas regiones desérticas. Mataron a los conductores, a los mecánicos, a los guías y a sus dos guardaespaldas, dos watchmen’s que habían ganado su sueldo justo hasta el momento en que debían demostrar porqué lo merecían. Enseguida llegó el expolio del campamento.

Por fortuna para él, Manuel Gómez-Dehmer había tomado la costumbre de dormir en el interior del Range Rover. En cuanto escuchó los primeros alaridos y los primeros disparos, sin detenerse un segundo para indagar qué estaba sucediendo, qué astucia carnicera de la noche había caído implacable sobre su destino, se puso a los mandos del vehículo y salió a toda velocidad del escenario de la matanza. Condujo a ciegas, rebotando sobre pedregales y espesa arenisca, ascendiendo pequeñas colinas cubiertas de ralo matorral con el motor del Range Rover a máxima potencia, alejándose sin más objetivo que la huida, con determinación y sin ninguna esperanza, hasta que las primeras luces del día extraviaron su mirada y el olor a aceite quemado le indicó que el todoterreno necesitaba detenerse, apagar el rugido del motor y quedar inmóvil por un buen rato, quizás para siempre.

Fue entonces cuando ellos aparecieron.

– ¿Le parece que no hablo en serio? ¿Quizás piensa que estoy exigiendo un precio demasiado alto? – preguntó el anciano, algo impaciente.

– No.
– ¿Entonces?
– Van a robarme, ¿no es cierto?
– Oh… no. En absoluto.

A muchos kilómetros de aquel lugar, sobre la luz remota y blancuzca del horizonte, planeaban aves carroñeras, parsimoniosas, esperando que acabase el saqueo del que fuera campamento de Manuel Gómez-Dehmer y sus acompañantes mercenarios para dar inicio al gran banquete, el hartazgo de piel y huesos que siempre pone fin a los dramas pequeños, tan cotidianos, en aquel lugar del mundo.

– No somos como ellos, los hombres sin alma que les atacaron anoche – proclamó el anciano con ancestral orgullo iluminándole la mirada. Los muchachos semidesnudos rieron como si acabasen de escuchar una historia jocosa, una zumba privada que los alegraba de inmediato.

– Pero van a quedarse con todo lo que es mío – increpó Gómez-Dehmer al viejo, quien ya daba instrucciones a los mocosos risueños para que abriesen el Range Rover y fueran sacando de su interior todo lo que les pareciera útil, o valioso, o sencillamente despertara su curiosidad.

– Por supuesto – continuó el anciano -. Pero no somos ladrones… simplemente vivimos y no dejamos escapar ninguna ocasión de hacernos con cualquier cosa que nos sirva en el empeño, nuestra gran tarea.

– ¿Qué empeño? ¿Qué gran tarea? – preguntó Manuel Gómez-Dehmer , escéptico y enojado.

– Ya se lo he dicho: Vivir.

Manuel Gómez-Dehmer lanzó un suspiro de resignación. No estaba en condiciones de oponerse a la rapiña de su equipo personal por parte de aquellos vivarachos manilargos… de todas formas ya de poco le servían tales pertenencias, y el Range Rover, sospechaba, había dado su último estertor sobre la colina donde iba a ser minuciosamente desguazado por la ávida chiquillería.

– Prométame al menos que me conducirá hasta mi hija Ingrid.

– Ya se lo dije antes. Lo haremos en cuanto se desprenda de todo lo que le sobra y en realidad no necesita, más bien es un gran impedimento y una carga pesada e inútil de la que cualquier persona razonable prescindiría si, de verdad, quiere encontrarla.

José Vicente Pascual

Enero 2005

Parte 3 : Clara Obligado

Dos días más tarde, y no muy lejos de allí, Ingrid Labella, hasta días antes Ingrid Gómez Dahmer, se pintaba las uñas de los pies y estaba abanicándoselas con una hoja de papaya cuando recibió las noticias. No le sorprendieron los detalles del viejo, que se reía a carcajadas ante el aparente amor paterno, ante la ingenuidad de los ataques fraguados y los muertos de pacotilla, la chiquillería chillando como gaviotas todo por un caramelo, nada conmovido con las palabras temblonas del hombre que sudaba como un cerdo, dijo el viejo, como un cerdo, m´hijita, tan papaíto en mitad del miedo, tan asustadazo el hombre, pensando que éramos salvajes, gente que no sabe ni dónde está el norte ni dónde está el sur, y con ese cochazo como un tanque de guerra que es como gritarle a los bandidos vengan a robarme, soy rico, un europeo huevón, pasen y vean, señoras y señores, a ver, vengan, quítenme todo, el móvil, los zapatos, la camisa, la billetera, tengo de
sobra para todos. De todas formas fue fácil, niña, fue muy fácil engañarlo porque se dio tal susto que salió corriendo del campamento sin saber quién quedaba vivo y quién muerto.

Ingrid Labella cerró los ojos para dibujar la imagen y suspiró:

– Y yo le hice el favor, m´hijita, lo aligeré como quedamos, lo aliviané para que no penara tanto con el calor, vestido como un explorador del África, como si viniera a cazar leones y le quité todito para que no le remordiera la conciencia con tanto dinero en el bolsillo y, si me permite decírselo, con todo respeto, m´hijita, un fantasmón su padre, todo el porte de un fantasmón, creído dentro del coche pero un guiñapo en cuanto lo bajamos, de esos que encuentran más placer con la planta del pie apoyada en el acelerador que con todo el cuerpo de una mujer hermosa bajo su peso.

El viejo dejó escapar un silbido por el portillo de su dentadura:

– Como usté, doña Ingrid, continuó con la voz ronca, hermosa como usté, tan linda, y luego se arrepintió de lo que estaba diciendo, se sintió contrito del camino torticero por donde lo llevaba su imaginación. Pero la muchacha, como si no se hubiera percatado de la punzada del deseo, le acarició la cabeza gris, el pelo tieso como la cerda de un cepillo, y siguió abanicándose las uñas.

No se sentía culpable, Ingrid Labella. Sentía, sí, alguna compasión por su padre, cierto remordimiento al imaginárselo corriendo en pelotas por la selva llena de mosquitos, desnudo sin su móvil, sin su agenda. La verdad es que no había querido que las cosas llegaran tan lejos, pero la tendencia de su progenitor a considerarla como una perfecta imbécil había hecho que todo terminara así. ¿Por qué no se quedó tranquilo y en casa con esa excusa tan potable de que a la niña le había dado por evangelizar negritos, repartir medicinas, apuntarse a una ONG o alguna ñoñez por el estilo? ¿Por qué no aceptó sus razones? ¿Por qué, en fin, no se había olvidado de ella para dedicarse a cuidar de los hijos que le quedaban y que daban constancia al mundo de su vigor en lugar de haberse metido en semejante viaje? Pero su padre estaba tan atento a su propio ombligo que no se enteraba de nada. No se enteraba, por ejemplo, de que Ingrid Labella hacía casi un año que no dormía en su habitación pintada de rosa, sino que se escapaba por la ventana, atravesaba el extenso jardín para caer en los brazos, no del jardinero –aquello lo dejaba para las muchachitas díscolas de las novelitas del siglo pasado- sino para meterse en la cama de un colombiano de espaldas tan anchas como un estadio, quien la dejaba al amanecer tan sacudida y cansada que su padre, siempre su padre, pensaba al verla en el desayuno que la niña, de puro distante y borrosa, estaba a punto de caer en un trance místico.

Se levantó la mata de cabellos oscuros y se secó el cuello. Luego observó la selva estremecedora, la maraña de las raíces crispando la tierra, el enervante canto de los pájaros, el cielo impenitente y sintió una cierta piedad: ningún urbanita como su padre tenía la más mínima posibilidad en aquel sitio.

– En fin, se dijo, abanicándose con más fuerza, para alejar estos fragmentos de una vida que le parecía lejana, en fin: todos tenemos un destino. Sin darle más vueltas a la cosa, vio cómo el viejo ponía agua a hervir en un enorme caldero y comenzó a desnudarse, luego se dejó llevar de la mano y le dio la espalda al viejo, quien se dedicó a frotarla con un matojo de flores y hierbas y a tirarle tazones de agua sobre la cabeza. Era tan alta, que el viejo casi tenía que ponerse de puntillas para llegarle a la coronilla y, mientras sentía las caricias en su grupa joven, recordó los días en los que su madre le había enseñado una virtud que pasó por encima de todas las que le habían enseñado las monjas.

– Hija mía, susurraba a su oído mientras le peinaba unas trenzas oscuras que le llegaba casi hasta la cintura.

Hija mía: nunca digas la verdad.

– ¿Nunca?
– Ni aunque te maten. Y menos a los hombres. Luego, con una sonrisita, añadió.

– No te duelas, hija mía, no te duelas por lo que ahora voy a decirte, pero Manuel Gómez Dahmer ni piensa ser tu padre… Y te lo digo así, en secreto, mientras te peino, como cuando eras pequeñita, pero no lo repitas, no lo repitas, mi sol. Su madre levantó las trenzas y la besó en el cuello. Luego agregó, en secreto: ¿en tan poca estima me tienes? Cómo iba yo, tan joven, con tan lindo cuerpo, cómo iba a dejar que me preñara ese bruto que ya tenía cuatro hijos de su difunta… No, niña, tu eres hija del amor. Y dijo la palabra «amor» tan cerca de la cara de la muchacha que ella le sintió el aliento, un aliento denso y oloroso como las hierbas del campo.

Luego añadió, con desaliento, señalando la sala en donde su padre fumaba un puro:

– Ese hombre tiene el sexo no entre las piernas, sino en la billetera.

El viejo terminó de bañar a Ingrid Labella mirando al suelo, aturdido por la suavidad que le había quedado en las manos, por la madurez del olor que rezumaba su cuerpo pero miró hacia abajo, antes se cortaría la verga que desearla, antes se la daría de comer a los papagayos y a los loros que faltarle al respeto. Con una sonrisa confusa la frotó con una toalla, le alcanzó ropa limpia, la ayudó a vestirse y, por fin, le puso en el plato una sandía partida que rezumaba su esencia dulzona.

Bajo los árboles, la chiquillería estaba amodorrada. Algunos niños jugaban dibujando figuras sobre la tierra, otros yacían a la sombra roncando con un ronroneo de animales jóvenes, otros se removían como si estuvieran a punto de despertarse.

– Y, por cierto, acotó el viejo, se me estaba olvidando, tengo un mensaje que tengo que darle: dice su padre de usté que quiere volver a verla.

Clara Obligado.

Enero 2005

Parte 4: Harkaitz Cano

Ingrid Labella, hasta días antes Ingrid Gómez-Dehmer, acarició el ojal superior de su camisa blanca y ajustada, aunque lo suficientemente rígida y opaca como para no dejar traslucir la piel y sugerir sus formas, último vestigio quizás de la vestimenta uniformada de aquel colegio de monjas a que su padre la había confinado en su día tan estúpida y anacrónicamente. Se demoró en abrocharse el botón más de la cuenta, y el viejo, aunque acostumbrado a tratar a Ingrid con cotidianeidad, no pasó por alto aquel pequeño hueco abierto a la concupiscencia, aquel nuevo gesto que incorporaría al amplio repertorio de comportamientos, reacciones airadas, estados de ánimo impredecibles y anhelos disimulados de la forastera, cuyos fines últimos no conseguía aprehender y cuyas intenciones allí, en medio de la selva, jamás había acabado de entender del todo. Temiendo que tal osadía disgustara a la chica, tampoco nunca se había atrevido a preguntárselo directamente, ésa era la verdad.

-¿Dónde le tenéis? –pronunció al fin, renunciando en última instancia a atarse aquel botón.

-Le hemos traído a la casa del río, doña Ingrid. Estará dormido el muy fantasmón: su sueño es lo único que le hemos dejado.

El viejo sonrió con su boca desdentada, sus ojos refulgían como sustitutos de las muelas de oro que, entre el zig-zag carnoso de sus encías agrietadas, brillaban por su ausencia.

La así llamada casa del río era una modesta cabaña en la que se había alojado durante una temporada un médico de la ciudad, Néstor Brunetti. El médico, muy querido por todos los habitantes del poblado y de los alrededores, y al que a falta de dinero agasajaban los lugareños con su simpatía, sin olvidarse de llevarle de cuando en cuando frutas y comida, había desaparecido sin dejar rastro. Hubo quien dijo que tenía una profunda pena secreta que lo llevó al suicidio; otros se inclinaron por pensar en un secuestro que parecía desmentirse a medida que pasaba el tiempo y nadie reclamaba rescate alguno. Sin embargo, la mayoría de la gente mantenía simplemente que a Brunetti “se lo había llevado el río”. “El hombre de la casa del río se lo ha llevado el río” explicaban las aparentemente ufanas madres a sus hijos. Los pequeños aceptaban la historia con total naturalidad, y sin dejar de sonreír, seguían acercándose hasta la orilla cuando enfermaban, esperando quizás, que un día, el río les devolviese al médico que habría de restaurarles su salud.

Ingrid visitó la casa del médico cuando éste desapareció. El asunto no dejaba de ser harto extraño: una taza de café a medio beber en su pequeño gabinete de trabajo, sus medicinas intactas en el maletín, un cajón lleno de ropa bien planchada. Solamente se echaba de menos un cartón en el que hubiese escrito: “Vuelvo en cinco minutos”. De veras parecía que se lo hubiese llevado el río. ¿Era del todo descartable un desafortunado resbalón y una aún más desafortunada caída accidental? Por aquellos días el caudal venía con mucha fuerza, crecido por las últimas lluvias, pero no parecía muy probable que el prudente y cerebral Brunetti hubiese sufrido tan desgraciado lance. Con todo, lo que más impresión causó a Ingrid fue leer el diario de Brunetti, en el que, día sí y día también, el médico había anotado en un tono ingenuo y sonrojante que Ingrid difícilmente asociaba con aquel afable doctor cincuentón, la pulsión sexual que sentía cada vez que veía ante sus ojos a una tal I.L. No es difícil imaginar el estupor de Ingrid Labella cuando descubrió aquellas turbadoras confesiones.

El viejo aún no entendía por qué Ingrid había rechazado la amable invitación de trasladarse a la casa del río una vez Brunetti hubo desaparecido. La cabaña del río era la mejor dotada del poblado, mucho más cómoda y agradable en cualquier caso que el chamizo en el que se alojaba la forastera. Ingrid habría tenido la ocasión –y más aún: el honor– de alojarse allí porque así lo habían decidido todos en votación asamblearia, pero la chica, no obstante, había declinado tal privilegio. No se molestaron más de lo necesario, no eran gente cuyo orgullo se viese mermado por superfluas actitudes de renuncia del prójimo que en la ciudad atentarían contra un supuesto código de politesse; por lo demás, los lugareños tomaron la negativa por una más de sus excentricidades. Desde aquel día, la casa permaneció vacía, tal y como la había dejado el médico el día en que se lo llevó el río.

Ingrid imaginó a su padre allí tirado, tendido en aquella burda hamaca de áspero corte, sin sus puros, sin su teléfono móvil de última generación, sin su reloj de oro, regalo de alguna empresa a la que hizo un favor, quizás no demasiado legal, pero tampoco demasiado ilegal después de todo; conociéndole, Manuel Gómez-Dehmer no se habría dignado a dejar su Rólex en un cajón de la cómoda. Aunque hubiese preferido no volver a ver a su padre –no podía evitar seguir llamándole así a pesar de las palabras de su madre: “¿cómo iba a dejar que me preñara ese bruto…? No, niña, tú eres hija del amor…”–, desprotegido de todos aquellos enseres, arrinconado en una cabaña rústica con la tierra y los gusanos por parquet, desnudo, con el rostro sucio y demacrado, sin ser demasiado estimulante, no encontró del todo carente de sentido la idea de volver a verle cara a cara.

Ingrid alzó la mosquitera y se dirigió al viejo mientras salía.

-Vamos hacia allí. Quiero que me acompañes.

El sol había dejado ya de caer de frente. Los niños jugaban ahora a agrandarse sus sonrisas con cáscaras de sandía. Cuatro o cinco muchachos, los mayores, hacían rodar una inmensa rueda de coche, levantando a su paso una fina capa de polvo que se acrecentaba con las carreras descalzas de quienes perseguían arremolinadamente el neumático.

Mientras bajaban hacia la casa del río, una afilada inquietud asaltó a Ingrid. Aunque en realidad ella se encontrase en una situación de total superioridad respecto a su padre, y por lo tanto, aquello debiera de traerle al fresco –el hecho de que aquella circunstancia no le trajese sin cuidado era en sí mismo una pequeña derrota, reflexionó–, se preguntó si su padre, tan atemorizado por el horror vacui, tan incapaz de aceptar su nada y su desnudez, con su incorregible tendencia a aferrarse cuando no a las cosas materiales a la demagogia de su vano discurso políglota, habría hurgado en la cabaña entre los objetos de Brunetti, y sobre todo, si habría encontrado el diario de éste.

Harkaitz Cano

3 de febrero 2005

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