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La Laguna Negra (Leyenda)

diciembre 4, 2002

1

Cuando tenía ocho años, a Miguel, el Renacuajo, le gustaba salir a pasear por el bosque. Una tarde, mientras caminaba sin rumbo, descubrió un lugar de una belleza extraordinaria. Era un paraje solitario situado en el valle de la montaña, con una vegetación exuberante y una atmósfera mágica. Allí, las rocas se retorcían alrededor de una laguna, formando un recoveco sombrío que asemejaba una gruta. Al atardecer, los últimos rayos de sol se proyectaron sobre el agua, creando un bello efecto óptico que parecía convertir la superficie en un espejo. Cuando vio este fenómeno, Miguel, el Renacuajo, se apoyó en las rocas de la orilla y admiró su propio reflejo en el agua. Pensó que su rostro en la laguna resultaba mucho más real que en el espejo de su habitación. Y fue entonces cuando vislumbró imágenes en movimiento bajo las aguas, imágenes de paraísos lejanos, de antiguos imperios perdidos, de grandes y sangrientas batallas, de bellas reinas ataviadas con mantos dorados y piedras preciosas. Sin duda, aquel lugar ejercía una poderosa influencia sobre su joven y desbocada imaginación. Miguel, el Renacuajo, pasó las horas contemplando ensimismado el fondo de la laguna, tratando de encontrarle sentido a toda esa amalgama visual que brotaba bajo sus pies. Y ese día decidió que la laguna era un lugar especial, y que a partir de entonces lo visitaría a diario.
Ya hacía tres años que Miguel, el Renacuajo, vivía en la montaña bajo la tutela de la señora Josefina, su malhumorada y severa tutora. Corrían tiempos difíciles para la familia. La muerte del señor Bastida durante la contienda nacional había llenado la despensa de miseria y pan duro. Para entonces, comer cada día se había convertido en el privilegio de unos pocos.
—Vuelve antes de que anochezca —le ordenó la señora Josefina.
Aquella tarde, tras despedirse de ella, Miguel, el Renacuajo, salió del viejo caserón y, como cada día, recorrió con entusiasmo el intrincado camino que descendía a la laguna. Llegó una hora antes de la puesta del sol, pues a finales de agosto el día acortaba y las sombras ganaban terreno con facilidad. En aquella ocasión se llevó una gran sorpresa, pues se encontró a una joven en el mismo lugar en que solía sentarse él. Era una chica muy bella, de largos cabellos dorados y unos ojos negros como dos oscuros pozos sin fondo. Vestía ropajes de largas telas blancas que flotaban sobre el agua, y tras sus labios asomaba una hilera de dientes que brillaban como perlas.
—¿Quién eres? —le preguntó Miguel.
—Soy tu destino.
La joven arqueó una sonrisa enigmática, posó su dedo índice sobre la superficie del agua y, de pronto, esta se volvió del todo transparente.
—¿A dónde te gustaría ir? —le preguntó ella.
Miguel la miró fijamente a los ojos.
—Lejos —contestó.
De esta manera, la laguna se iluminó como una bola de cristal y, cuando se quiso dar cuenta, Miguel, el Renacuajo, se encontraba en mitad del caluroso desierto, frente a unas pirámides monumentales y una esfinge sin nariz. Permaneció boquiabierto durante unos segundos. No podía creer lo que veían sus ojos. Tras un nuevo destello de luz, apareció dentro de una gigantesca gruta helada en los confines del mundo, no sin antes sobrevolar a gran velocidad las fulgurantes estrellas de una constelación perdida. Y así pasaron la tarde, viajando de un lugar a otro del universo, descubriendo territorios recónditos sin moverse siquiera de la orilla, tan sólo admirando el interior de la laguna. La misteriosa joven apenas le dirigía la palabra, se limitaba a posar su dedo sobre el agua y a contestar algunas dudas que, de vez en cuando, le surgían a Miguel con respecto a aquellos exóticos lugares, guiándole a través de las imágenes que se materializaban nítidamente en el fondo. Unas imágenes que, por alguna extraña razón, ella conocía a la perfección.
Miguel, el Renacuajo, regresó al día siguiente, y al siguiente, y al otro, y así durante toda una semana, y siempre encontraba a la joven sentada en el mismo lugar, sobre la roca, junto a la laguna. Y cada tarde viajaban juntos a nuevos territorios. Miguel mantuvo aquellos encuentros en secreto. Decidió no hablarle de ello a la señora Josefina para no llamar su atención. Aquellas aventuras eran demasiado mágicas para compartirlas con alguien, y mucho menos con su tutora, que era especialista en romper la magia de la vida cotidiana. Pero entonces llegó la última tarde del mes de agosto.
—Se me acabó el tiempo —le dijo la joven de la laguna—, hoy será mi último día aquí, ya no me verás más.
—¿Por qué? —preguntó Miguel con el semblante entristecido.
—Debo regresar al lugar de donde vengo.
Miguel, el Renacuajo, se aferró a los pliegues blancos de su falda.
—Déjame ir contigo.
La joven posó la yema del dedo sobre el agua y bajo ella surgió una gran ciudad. Pero esta no era una ciudad cualquiera. Tenía el aspecto de una gigantesca metrópolis fortificada, pero adaptada a un medio de vida subacuático, muy diferente al de los humanos. Miguel, el Renacuajo, pudo contemplar a sus habitantes, unos seres de piel verdosa y aspecto insólito que veneraban con ímpetu a una criatura fantástica, una suerte de dios monstruoso con cabeza de pulpo que se mecía solemne en las profundidades.
—Déjame ir contigo —insistió Miguel.
—Para venir conmigo tienes que atravesar las aguas y cruzar el abismo —le contestó ella.
—Lo haré, déjame ir contigo, por favor. Es lo único que deseo.
El reloj de cuco dio las doce de la noche en el salón comedor. Miguel, el Renacuajo, no había regresado a casa. La señora Josefina, preocupada, organizó una batida con la ayuda de los vecinos. Bien provistos de linternas y lámparas barrieron el monte por completo. Miguel no apareció hasta bien entrada la madrugada, en el bosque, cerca de la laguna. Lo hallaron empapado junto a unas zarzas, con el rostro pálido y la expresión fatigada. Parecía haber tragado mucha agua, pero estaba vivo. Miguel, el Renacuajo, pasó la noche sollozando en la cama, suplicando con todas sus fuerzas que le dejaran ir con su amiga: la dama de blanco.
A la mañana siguiente Josefina no se hizo de rogar: hizo las maletas y cerró el caserón para regresar con su hijo a la ciudad, donde se instalaron en una pensión. Miguel no volvió nunca más a la laguna. Por alguna casualidad del destino, Josefina recibió una buena oferta y vendió el caserón a los pocos meses, rompiendo todos los vínculos con el lugar, y con el tiempo, Miguel, el Renacuajo, borró aquel incidente de su memoria como el niño que suprime de su consciencia los recuerdos horribles que poblaron su infancia.

2

Los años del hambre quedaron atrás y Miguel, el Renacuajo, se convirtió en el señor Miguel. La vida pasó muy deprisa, tan deprisa como la señora Josefina le había anunciado que pasaría antes de que la vida pasara deprisa. A grandes rasgos, se puede afirmar que la suya fue una existencia feliz, colmada de gozos y satisfacciones, pero también surcada por oscuras e interminables búsquedas. El señor Miguel conoció a muchas mujeres en la ciudad, y allí se compró una casa con muchas habitaciones, se casó, se separó, lloró las pérdidas, tuvo varios trabajos e hijos, y al alcanzar la madurez, en algún momento indeterminado entre finales del siglo XX y principios del XXI, decidió convertirse en peregrino. Lo hizo para conocer mejor el mundo, pero sobre todo para conocerse mejor a sí mismo. Y un día, mientras caminaba por tierras sorianas en dirección a Compostela, se topó con un viejo ermitaño que aseguraba leer el futuro de los caminantes en las líneas de la mano.
—Dígame señor, ¿a dónde se dirige usted? —le preguntó el ermitaño, tras analizar su palma con detenimiento.
—Voy a venerar las reliquias del Apóstol.
—En ese caso, le advierto de que se ha desviado del Camino. Para ir a Santiago debe caminar siempre hacia el oeste, y usted se dirige al norte.
El señor Miguel sonrió con picardía.
—Tiene usted razón, me temo que me ha descubierto. Lo cierto es que me he desviado hacia el norte porque me dirijo al valle que discurre entre aquellas montañas. Allí visitaré el viejo caserón donde vivía cuando era niño, y después, con la ayuda de Dios, retomaré el Camino a Santiago de Compostela.
El anciano abrió los ojos aterrorizado.
—No vaya allí, señor. No se desvíe del Camino y siga hacia Compostela.
—No lo entiendo —dijo el señor Miguel—. ¿Por qué me dice eso?
—Esas montañas albergan muchos peligros —susurró el anciano.
—Pero ahora no puedo abandonar —replicó el señor Miguel—, me había propuesto visitar el hogar de mis antepasados.
—En ese caso, hágalo, pero nunca se aleje del camino principal —prosiguió el anciano—, y por lo que más quiera, evite atravesar los senderos del valle, y sobre todo, nunca cruce el camino de la Laguna Negra.
—¿El camino de La Laguna Negra? —preguntó el señor Miguel, intrigado—. ¿A qué se refiere?
—Los habitantes de estas tierras sabemos que en el fondo de la Laguna Negra habitan espíritus malignos, seres primigenios sedientos de almas humanas. La leyenda cuenta que multitud de caminantes se han perdido por los alrededores del lugar, y que sus aguas oscuras se tragan sin piedad a todo aquel que osa bañarse en ellas.
Pero el señor Miguel no creyó las palabras del ermitaño, achacando su actitud a la mera superstición popular. Al contrario, caminó durante toda la tarde por aquel bosque de hayas y pinos centenarios, y así, siguiendo las referencias familiares, llegó hasta el viejo caserón donde vivió con su tutora cuando solo era un niño. Apenas tenía recuerdos de uno de los lugares más emblemáticos de su infancia, pero una emoción escurridiza en su interior le decía que, a pesar de la restauración, todo continuaba igual que entonces.
Paqui, la señora que regentaba el caserón, reconvertido ahora en albergue, le invitó amablemente a hospedarse aquella noche. Tras presentarse, el señor Miguel quiso visitar la que una vez fue su habitación, y acabó instalándose allí debido a la insistencia y cordialidad de la nueva regente, que le trató en todo momento como si aquel aún fuera su hogar. Por la noche cenó con ella e intercambió opiniones y anécdotas de la jornada. Y resultó que Paqui también había oído hablar de las aterradoras historias del ermitaño.
—Aquel anciano le ha hablado de la Laguna Negra. Es una leyenda popular en esta zona, pero me temo que no son más que fantasías. Los padres les cuentan esta historia a sus hijos para que no se acerquen allí a jugar, ya que temen que caigan en su interior y se ahoguen en sus aguas.
Aquella noche, después de cenar, el señor Miguel se acostó y tuvo una terrible pesadilla que atribuyó a las habladurías del anciano. En el sueño visitó una ciudad sumergida bajo las aguas, una ciudad poblada por unos seres ancestrales que pretendían arrastrarle a las profundidades.
A la mañana siguiente, aún aturdido, se despidió de Paqui y tomó un camino abrupto que descendía por el valle de la montaña. El señor Miguel caminaba despacio, tanteando el terreno irregular con su báculo. Y allí, desde lo alto de una colina, vislumbró el brillo del agua correteando.
Y entonces, una especie de mecanismo oculto se disparó en su memoria. Un recuerdo que había permanecido enterrado en su inconsciente durante décadas. Allí estaba, igual que siempre. El rincón más secreto de su infancia. El mismo que en su día desencadenó una oleada de fantasía y vitalidad en su interior sin precedentes. El señor Miguel descendió hasta el agua emocionado, se arrodilló en la orilla y se empapó el rostro para sentirse más unido a la naturaleza. Sintió una felicidad sin límites, miró al cielo, sonrió y se dejó caer de espaldas sobre la hierba.
Al atardecer, el cielo fue cubriéndose de nubes y un fuerte viento comenzó a doblar las copas de los árboles. El señor Miguel se dijo a sí mismo que había llegado la hora de retirarse, cuando de pronto, una voz susurrante que parecía traída por el viento, le habló:
—Por fin has regresado.
El señor Miguel se incorporó y vio a la dama de blanco sentada sobre la roca, en la misma posición en que la había visto por última vez.
—¿Por qué? —se limitó a preguntar él.
La dama dejó escapar una sonrisa arcana.
—Por qué, por qué. La eterna canción de la humanidad.
El señor Miguel se puso en pie frente a ella.
—¿Por qué sigues atormentando mis recuerdos?
—Porque me amas.
—No, no es cierto —dijo él—, no te amo. Ya no.
—¿No me amas? Entonces, ¿por qué has regresado? ¿Qué es lo que te ha traído de nuevo hasta aquí?
El señor Miguel enmudeció al tiempo que observaba hipnotizado sus oscuras pupilas.
—El destino —balbuceó.
—Ven, ven conmigo. Yo te daré la felicidad que tanto has anhelado.
El sol se ocultó tras la montaña, y la tormenta comenzó a descargar con furia bajo un mar grisáceo de relámpagos. El señor Miguel avanzó lentamente hacia la dama. De pronto, sintió unos finos brazos que se enroscaban alrededor de su cuerpo. Un suave abrazo de sudario. Un aliento de corales. Unos labios fríos como el hielo. Un beso de mariposas y arañas. El señor Miguel perdió la consciencia y con ella el equilibrio, cayendo así al interior de la laguna. Las aguas se abrieron súbitamente y se tragaron su cuerpo sin dejar ningún rastro, salvo el de las ondas en la superficie, que fueron visibles durante unos segundos antes de desaparecer para siempre en la orilla.

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