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En la casa del rey

diciembre 4, 2002

En las veredas partidas, cuajaban los mendigos. Esquivé y pisé unos cuantos, en las treinta cuadras circulares, que me llevaron a la casa del Rey.

Curiosamente las rejas se abrieron, y dos gigantescos guardias con cabezas de perro, me cerraron el paso.
—Vengo en mi nombre —dije—, a pedir los dos deseos que me adeudan.

Cruzaron miradas cómplices, y sonrieron socarronamente.

¿Me atacarían? ¿Cómo podría defenderme con mis míseros recursos, de tan fornidas bestias? ¿Me descuartizarían a dentelladas?

El sonido lúgubre de las campanas, anunció que sería recibido.

Dos hombres con cabezas de cerdo, me llevaron escalinatas abajo. Después de tropezar por un túnel circular, donde el aire era húmedo y asfixiante, me hallé ante el recinto del Rey.

—Ya hemos decapitado a los guardias —habló el Rey con voz ensordecedora, sentado en su trono de barro—, ¿cuál es tu último deseo?

Él sabía todo. Ni la más diminuta idea escapaba a su conciencia. Su astucia dimensionaba el universo.

—¡Que muera el Rey! —exclamé sin perder un segundo.

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