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Elogio de la locura

diciembre 4, 2002

(Fragmento)

La disertación que vais a escuchar es improvisada, y por eso será más sincera. No me propongo hacer gala de mi ingenio, según es costumbre en todos los oradores, especialmente en los de nuestro tiempo, pues demasiado sabéis que éstos, cuando pronuncian un discurso en cuya elaboración han empleado treinta años, y algunas veces valiéndose de lo que otros han dicho, afirman que no tardaron más de tres días en redactarlo o dictarlo, dando a entender que para ellos eso es una bagatela, un juego de niños. Por mi parte, puedo asegurar que siempre he sentido satisfacción en decir sin preparación de ningún género lo que se me viene a los labios. No esperéis, por lo tanto, que, imitando a los retóricos que todos conocemos, haga una minuciosa definición de mi persona, y mucho menos la clásica división en esta clase de disertaciones. Porque, ¿qué es definir? Es encerrar en sus justos términos la idea de una cosa. ¿Y qué es dividir? Es separar las partes de una cosa. Pues bien: no me conviene lo uno ni lo otro. Siendo mi poder tan extenso como es, ¿cómo podría yo encerrarme en unos «justos términos»? ¿Y cómo separar en partes lo que con su culto une toda la tierra? Además, ¿no sería ridículo que hiciese mi propia definición cuando me tenéis ante vosotros? Yo soy la «dispensadora de bienes» que los concede con sincero desprendimiento y a quien universalmente se conoce por el nombre de Locura. Pero no hace falta insistir sobre esto. ¿Acaso no llevo grabada en el rostro mi verdadera personalidad? Si a alguien se le ocurriese tomarme por la Sabiduría o por Minerva, bastaría para desengañarse que me mirase a la cara, espejo del alma, según es sabido. Nadie, pues, puede llamarse a engaño conmigo, pues mis labios no dicen más que lo que siente mi corazón. En todas partes soy idéntica a mí misma, y no consiguen disimular quiera los que andan por ahí présumiendo de sabios y de puros; esos,. bajo la piel de león, dejan asomar las inconfundibles orejas de Midas.

Muy ingratos son, ciertamente, esos secuaces míos que se avergüenzan de mi nombre, lanzándolo como un insulto al rostro de los demás. Esos pretenden pasar por Tales de Mileto y no son más que unos pobres mentecatos; sabios-tontos es el nombre que mejor les cuadra.

Habréis observado que tan pronto hablo en latín como en griego, y es que quiero parecerme a los retóricos de estos tiempos, que se asemejan a la sanguijuela en lo de tener dos lenguas, salpi-cando sus disertaciones en latín con algunas citas en griego, con lo cual forman un mosaico que casi siempre resulta ridículo. Hasta los hay que, desconociendo esas lenguas, echan mano de cualquier rancio pergamino para copiar a algunos vocablos anticuadosmano que agrade y admire más una cosa cuanto menos se la comprende. Y ocurre que, aunque no se saca nada en limpio de tanta erudición, se aplaude y se mueve la cabeza como el burro mueve las orejas, haciendo signos de aprobación para que los demás crean que se ha entendido perfectamente lo que el retórico declama.

Pero noto que me he alejado del asunto y quiero volver a él. ¿Cómo me dirigiré a vosotros? ¿Os llamaré honorables, ilustres, dignos, sesudos? Confieso que todos esos títulos me repugnan. Y pienso que lo lógico, puesto que os habla la Locura, es que os designe con el epíteto de locos. ¿Puede darse otro más honroso? Escuchadme, pues, locos de remate; creo que no todos conocéis mi abolengo, y voy a exponéroslo con el auxilio de las Musas.

No desciendo del Caos, ni de Saturno, ni de Júpiter, ni de ningún otro de esos dioses gotosos y cansados, sino que procedo de Pluto, soberano de las riquezas, padre de los dioses y de los hombres, pese a cuanto digan Homero, Hesíodo y hasta el mismo Júpiter; de Pluto, que ahora como antes, trastorna por completo, igual las cosas sagradas que las profanas; de Pluto, que maneja a su antojo los imperios, los tratados, los gobiernos, la justicia, las leyes, la paz, la guerra, los matrimonios, lo alegre, lo triste… (i qué parrafada!, ime quedo sin aliento !) . . . y, en fin, todos los asuntos públicos y privados de los hombres; de Pluto, sin el cual toda la caterva de los dioses no existiría, o por lo menos se vería en grandes aprietos para hacer su oficio; de Pluto, digo, cuya furia es tan temible que la misma Palas no podría salvar a quien la hubiese provocado, y cuyo favor, en cambio, es tan poderoso que, con él, cualquiera podría burlarse del propio Júpiter con sus rayos y sus truenos.

Ése es mi padre, él me engendró y de él siéntome orgullosa; pero no me sacó de su cabeza, como Júpiter sacó de la suya a la ceñuda Minerva, sino que me dió por madre a Hebe, ninfa de la Juventud,. la más bella de todas. No soy fruto, como ese rengo de Vulcano, de un deber matrimonial,sino de una unión amorosa, del amor libre, como diría Homero. Mas no os confundáis; no es mi padre el Pluto decrépito y cegato que pinta Aristófanes, sino el Pluto fuerte, ardiente, animado por el néctar delicioso que tanto le agradaba saborear en la mesa de los dioses.

Acaso os guste saber cuál es el lugar de mi nacimiento, pues ahora se estima como un blasón la condición del país en donde el niño ha lanzado su primer vagido. Sabed, pues, que no he visto la luz, como Apolo en la isla de Delfos; que no procedo, como Venusde las olas del mar; que no vengo de las entrañas de la tierra, sino que soy de las Islas Afortunadas, en donde el suelo produce sin necesidad de trabajarlo, en donde no hay enfermedades ni vejez, en donde no crecen la malva, el altramuz ni otras plantas ordinarias como ésas, pero sí, en cambio, la mejorana, el loto, la artemisa, el jacinto, la rosa y la violeta, de modo que allí puede creerse uno en el jardín de Esculapio o en los pensiles de Venus., Nacida entre tantas delicias, no entré en el mundo llorando y pataleando, sino sonriendo graciosamente a mi madre; y no tengo que envidiar á Júpiter la cabra que le sirvió de nodriza, pues a mí me amamantaron dos hermosas ninfas: la Embriaguez, hija de Baca, y la Simpleza, hija de Pan, a quienes podréis reconocer entre las personas que forman mi séquito.Si deseáis saber quiénes son las demás, os diré al momento, sus nombres; pero, ¡por Hércules!,. os lo he de decir en griego para entendernos mejor.

Aquella de rostro altivo que veis allá, es el Amor Propio; aquella otra, de mirada alegre, que ahora está aplaudiendo, es la Adulación; a su lado, adormecida al parecer, está el Olvido; la que tiene los codos en las rodillas y las manos cruzadas bajo la barbilla es la Pereza; la que veis coronada de rosas es la Voluptuosidad; la de movimientos intranquilos y mirada inquieta es la Inconsciencia, y, en fin, la de cuerpo macizo y piel sonrosada es la Molicie. Los dos pequeños dioses que andan mezclados entre este cortejo son Como genio de los banquetes, y Morfeo que gobierna los reinos del sueño.

Auxiliada por estos fieles servidores, tengo bajo mi poder al mundo entero, sin excluir a los monarcas. Y ahora que conocéis mi origen, mi condición y mi séquito, para que no se me acuse de detentar el título de diosa, voy a explicaros hasta dónde se extiende mi imperio y los infinitos beneficios que otorgo así a los dioses como a los hombres. Prestadme atención.Alguien ha dicho que es virtud propia de los dioses conceder beneficios a los humanos en su paso por este triste mundo; y es bien sabido que merecieron formar parte de las asambleas del Olimpo los que enseñaron a los demás el uso del vino, del trigo y de otras cosas tan útiles como ésas; siendo así, creo que no se me puede discutir el primer lugar entre los inmortales, ya que soy quien con mayor liberalidad reparte toda clase de bienes. Decidme: ¿hay algo más precioso y amado que la vida misma? No; ¿y quién más que yo contribuye a darla? Ni la lanza de Minerva ni el escudo de Júpiter son capaces de propagar la especie humana. Ese mismo Júpiter, que es capaz de conmover el Olimpo con una sola de sus miradas, no tiene reparo en abandonar su triple rayo y su feroz aspecto, que hace temblar a toda la corte celestial, para disfrazarse como un comediante de ínfima condición cuando le entran deseos de aúmentar el número de sus descendientes, lo que sucede con harta frecuencia.

Bien sabido es que los estoicos presumen de ser tan perfectos como los dioses, o poco menos; pues bien, presentadme uno de esos discípulos de Zenón mucho más estoico que todos los demás, y os aseguro que si no logro que se corte la abundante barba, atributo de su ciencia (que tanto le hace parecerse al macho cabrío), por lo menos le haré desarrugar la ceñuda frente y abandonar sus rígidosdogmas, y hasta cometer alguna calaverada. En fin, que el filósofo, si quiere ser padre, tendrá que acudir a mí, precisamente a mí.

Os hablo lisa y llanamente, según mi costumbre. Por eso os pregunto: ¿con qué se reproducen los dioses y los hombres? ¿Es acaso con la cabeza, con el rostro, con el pecho, con las manos, con las orejas o cualquiera otra de las partes del cuerpo que se lla-man honestas? Claro que no; lo hacen con aquellas otras que no se pueden citar sin provocar el rubor o la risa, y que, sin embargo, forman el sagrado manantial del que fluye la vida con más exactitud que la que ofrecen las tablas de Pitágoras. Sed fran-cos: ¿quién ofrecería su cuello al yugo del matrí-monio si hubiera cavilado, como lo hacen los sabios, acerca de las preocupaciones e inconvenientes de la vida conyugal? ¿Qué mujer consentiría que se le acer-case un hombre si pensase serenamente en los tra-bajos de su hogar en el dolor del parto, en los tras-tornos de criar los hijos? De esto que digo os es fácil deducir que si debéis la vida al matrimonio y si éste es obra de mi buena servidora la Inconsciencia, en realidad es a mí a quien estáis obligados. ¿Acaso se expondría a una segunda prueba la mujer qué ha experimentado los dolores y molestias de un parto,si mi excelente amiga la diosa del Olvido no operase en ella con sus virtudes? Diga lo que quiera Luciano, la misma Venus, si no fuese por mi dama, procedería más cautamente.

Reconocedlo: de mis bromas y juegos de borrachera nacieron los filósofos llenos de orgullo, a quienes han sucedido esos seres no menos orgullosos que el vulgo llama frailes; e igual origen tuvieron los monarcas, los pontífices, los cardenales, los obispos y también toda la turba de semidioses que llenan el. Olimpo de tal manera, que, a pesar de ser tan grande, apenas puede albergarlos a todos.

Pero no basta que os haya probado que soy el origen de la vida; debo demostraros, además, que debéis a mi liberalidad, y no a otra cosa, todas las dichas de que gozáis en este mundo. ¿Qué sería la vida si de ella se quitase el placer? ¿Merecería siquiera que se la llamase vida?… Veo que me aplaudís. Ya sabía que entre vosotros no hay ninguno lo suficientemente cuerdo, mejor dicho, ninguno que no hubiese perdido la razón hasta el punto de no hallarse budos estoicos, aunque para disimular no dejan de escarnecer la voluptuosidad en público, a escondidas la saborean a sus anchas. Pero, ¿es que, aparte del placer, hay algo que no sea insípido, aburrido, triste, monótono, molesto? La vida sería insoportable si no se la aderezase con la sal de la locura, según lo corro
bora Sófocles en el elogio que me dedicó, y en el que sostiene que sólo acompañada de la ignorancia es aceptable la existencia.
Pero no basta afirmar una cosa: hay que demostrarla.

Todos sabemos que la primera edad es la más venturosa de todas. ¿Y qué es lo que nos mueve a besar a los niños, a acariciarlos, a enternecernos contemplándolos, sino el atractivo de la ignorancia con que la prudente Naturaleza los ha adornado, como si con ello quisiera compensar los trabajos que dan, y hacer más llevaderos los sacrificios que imponen?

Llegada la adolescencia, ¡qué agradables nos resultan sus encantos! ¡Cómo la festejan todos! ¡Con qué solicitud se le tienden las manos y se la auxilia! Y yo pregunto: ¿de dónde procede esa atracción juvenil sino de mí, que, rodeando de inexperiencia a los: adolescentes, hago que se encuentren libres de todo fingimiento? Podéis comprobar esto observando que, según van adquiriendo mayor suma de conocimientos, bien por propia experiencia de la vida, bien por el estudio de las ciencias, la hermosura se desvanece en ellos la alegría deja paso a la preocupacion, el vigor decae, el donaire se esfuma; y es que, conforme el hombre se va alejando de mí, la vida se va alejando de él, hasta que llega la triste vejez, molesta para el que la sufre y para los demás, y que sería insoportable si yo no acudiese en auxilio de la víctima, procurándole alguna metamorfosis, como los dioses hacen con sus protegidos; que por eso han ocurrido, entre otras, la transformación de Faetón en cisne y la de Alción en pájaro.

Por mi parte, cuándo veo que los hombres se acercan lamentablemente al sepulcro, los torno a la niñez, y de ahí que se diga que «la vejez es una segunda infancia». ¿Que cómo hago esto? Es cosa fácil; atended. Llevo a los ancianos a la orilla del río Leteo, que nace en las Islas Afortunadas, (pues, contra lo que se cree vulgarmente, sólo un pequeño brazo de ese rio recorre el infierno), y allí les hago tomar grandes sorbos del agua del olvido, que disuelve en ellos los cuidados y las preocupaciones, con lo que, insensible y fácilmente, vuelven a sus años pueriles. No faltará quien me objete que con esto lo que en realidad hago es hacerles chochear. Y, en efecto, así es. Precisamente por eso vuelven a ser niños. ¿Acaso no es la inconsciencia lo que caracteriza a la infancia? Dotada de sabiduría, la juventud sería un monstruo incomprensible. Bien dice el proverbio latino que «no es agradable el niño que se asemeja a un sabio».

Reconózcase que es fastidioso el trato con un viejo que une a su conocimiento del mundo la plenitud de sus facultades mentales, unión que deriva necesariamente en la rigidez de una crítica incesante. La compensación que yo doy a las miserias de la vejez es la falta de juicio; así la aparto de las preocupaciones que la atormentan, y de paso le abro el camino de su consoladora compañera la bebida. Y libre ya de los disgustos, hasta hay alguno que se siente animado para conjugar el verbo «amar», como cierto viejo de que hablaba Plauto. En verdad, yo hago a los ancianos, felices, simpáticos, graciosos. Homero observa que los conceptos agradables y las frases floridas brotaban de los labios de Néstor mientras que en los de Aquiles sólo había palabras rudas y sarcásticas, y retrata a los viejos que se reunían en lapuerta de Scea, en la muralla, para charlar con mansedumbre y amenidad. Y recordando aquel cua-dro, bien puede decirse que la vejez es una edad su-perior a la infancia por su apacibilidad. Cierto que los niños son dichosos, pero no hay dicha mayor que la de las conversaciones sobre la vida amable que ellos no conocen aún. Es evidente que los viejos quieren mucho a los niños y que éstos se aficionan con facilidad a aquéllos, sin duda porque, como ha dicho él poeta, «los dioses gustan de acercar a los que se asemejan», pues la única diferencia que existe entre esos dos extremos de la vida es que el anciano tiene más arrugas y ha celebrado más veces su aniversario; por lo demás, todo es igual en ellos: cabellos claros, boca desdentada, cuerpo débil, afición a beber leche, balbuceos, simpleza, charlatanería, flaqueza de la memoria, irreflexión y muchas otras cosas por el estilo.

Cuanto más viejo se hace el hombre, más se manifiesta en él su parecido al niño; y así el anciano se va del mundo sin sentir la vida que deja a y sin temer a la muerte. Comparad ahora los beneficios que yo hago con las metamorfosis de los demás dioses. Prescindo de las que ejecutan cuando se encolerizan; me refiero solamente a las que hacen con sus protegidos, a quienes convierten, ya en aves, ya en cigarras y hasta en serpientes. ¿Acaso el cambio de la naturaleza de un individuo no es una especie de muerte? Yo, en cambio, vuelvo a mis ahijados a la época más feliz de la vida, y hasta me atrevo a decir que si los negaran por con sabiduría si se pusiesen por completo bajo mis directivas, gozarían de perpetua, con todos sus encantos. No se verían entonces esas caras demacradas, esos cuerpos agotados por haberse entregado a los estudios de la filosofía y de otras arduas cuestiones que les hacen aparecer ancianos cuando aun son muchachos; porque el mucho cavilar seca los espíritus y agota las fuentes de la vida. Ved, en cambio, lo que ocurre con mis queridos locos, que están gordos y sonrosados como cerdos acarnanios, sin sentir las molestias de la vejez, salvo cuando les da la idiotez de enfangarse en la sabiduría. Ya sé que la dicha completa es imposible para el hombre. Pero nadie se atreve a discutir que la locura es el único dique que detiene las aguas desbordadas de la juventud y las arroyadas traicioneras de la vejez. Y puedo citaros el caso de un pueblo entero que ha puesto en práctica la verdad de lo que os digo: me refiero a los de Brabante, quienes, en vez de adquirir gravedad conforme avanzan en años, como les ocurre a los demás, se hacen cada día más sandios. Pero creo que son los únicos que no sienten las aflicciones de la vida y que todo lo toman a broma. Mis holandeses se les parecen, sin embargo, y en ello ha de influir seguramente la vecindad que tienen con ellos; y si digo «mis holandeses» es porque me rinden culto tan ferviente, que hasta les ha valido apodos, si bien ellos lo saben llevar con gran dignidad.

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