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El rey y la bruja

diciembre 4, 2002

El rey había batallado casi toda su joven vida. Su padre, el anterior monarca, había fallecido en circunstancias aún no aclaradas y él paso a heredar la corona a la temprana edad de trece años.
Había tenido que crecer muy rápido ya que, su país se deshacía en guerras intestinas. Los nobles luchaban entre ellos intentando repartirse un país que se había quedado sin líder, sin la mano firme que había conseguido, durante años, mantener la cohesión y la paz.
Todos pensaron que, al ser Luis un niño todavía, podría convertirse en un títere en manos del señor más poderoso. Por eso intentaban anexionarse la mayor cantidad de territorio posible. Sobre todo las zonas más estratégicas que les permitieran someter, desde posiciones privilegiadas, a sus enemigos, conocidos y potenciales.
Pero no contaban con la personalidad madura y combativa del nuevo monarca. Había sido educado, prácticamente desde la cuna, como el legislador que debería ser en un futuro. Eso potenció el carácter grave y responsable que el pequeño príncipe ya poseía.
Pocas veces disfrutaba de los privilegios de que disponía, era austero y de usos prácticamente militares.
Pero, en los pocos momentos en que las constantes campañas le permitían tener de asueto, se dejaba poseer por la música y la poesía. La única cosa que invadía e inflamaba su alma.
Pasó el tiempo y nuestro jovencísimo monarca creció, maduró. Había conseguido consolidar, engrandecer y apaciguar su reino.
Y este había pasado de ser, un territorio baldío, arrasado por la guerra, pobre y triste, a un país rico, floreciente y en paz.
Sus súbditos eran gente feliz, que disfrutaba con su trabajo y en sus momentos de ocio, intentaban hacer feliz a su rey, al que amaban, organizando festivales de poesía, música, teatro… Donde asistían las personalidades más importantes en cada disciplina. Pedían audiencias multitudinarias a la que acudían familias enteras porque, sabían, que a su amado rey le gustaba tener a su pueblo cerca.
Pero él no era feliz. A pesar de estar siempre rodeado de gente se sentía dolorosamente solo. Tenía fuerza, poder, voluntad, sabiduría, era justo y culto. Pero no sabía lo que era amar.
Había perdido a su progenitora al nacer y había sido cuidado por una corte de nodrizas que le proporcionaron todo lo que pudo necesitar…todo menos la adoración que fluye del corazón de una madre.
Su padre fue el mejor maestro que un príncipe puede tener, le preparó para convertirse en el monarca ideal que era hoy en día. Pero jamás le dio amor. Por un lado estaba demasiado ocupado con los problemas derivados de su cargo. Por otro, opinaba que no debía ablandar el corazón de su hijo con gestos de cariño, pues eso podría hacer flaquear su espíritu fuerte.
Por eso Luis guardaba en lo más profundo de su alma un recuerdo que atesoraba como lo más preciado por ser el único.
Cuando contaba solo tres años, salió a cabalgar con su instructor de monta. Lo habían hecho muchas veces ya que, el príncipe, había aprendido a montar a caballo antes que a andar. Pero aquel día fue diferente.
Nada más internarse en el bosque, una serpiente salió al paso de la montura de Luis, el equino, presa del pánico, se desbocó e inició una carrera loca con el niño en su lomo.
Rápidamente se perdió de vista en lo más intrincado del follaje. Lo buscaron durante días pero el pequeño no aparecía.
Él solo recordaba ver pasar las ramas de los árboles a velocidad de vértigo hasta que, una, lo golpeó y lo lanzó, bruscamente, al suelo arrancándolo de su silla.
Cuando abrió los ojos, una cara de mujer, arrugada y oscurecida por el hollín, muy parecida a una uva pasa, le miraba con ojos acuosos, casi transparentes. Un pañuelo negro cubría su cabeza, de él escapaban algunos mechones de pelo ralo, blanco como la nieve.
Luis fue presa del pánico. Sus nodrizas le habían explicado la leyenda de la anciana del bosque. Esta historia había pasado de padres a hijos durante generaciones. Se decía de ella que secuestraba a los niños imprudentes que se internaban solos en lo profundo. Los metía en grandes calderos y hacía cremas y pociones con ellos.
El pequeño empezó a llorar de manera imperceptible, silenciosa. La anciana se giró y posó en el sus ojos, cortos de vista, pero adornados con la expresión más dulce y amorosa que el principito había visto jamás.
– ¿Qué te pasa mi amor?, le dijo con una voz dulce como la miel, ¿estás asustado?. No tengas miedo de esta pobre anciana.
Come la sopa y duerme,  yo te cuidaré.
Y Luis cayó en un sueño profundo y desconocido para él, aquél del que se sabe a salvo,  protegido.
Permaneció dos meses viviendo con la anciana. Y durante ese período, supo lo que significaba ser un niño. Disfruto de ser querido con la sencillez del amor maternal, no con la obligación de un empleado.
Una mañana, ella sujeto sus manos, ríos de lágrimas, transparentes como sus ojos, mojaban sus arrugadas mejillas.
– Mi pequeño príncipe, le dijo, es hora de que regreses con tu pueblo.
Luis no entendió al principio. Luego la miró con cara de rabia.
– ¿Me estas echando de tu lado?, le pregunto dolido.
– ¡Por supuesto que no, mi amor! Estaría contigo para siempre. Pero tu pueblo te necesita, Luis. Antes de lo que piensas deberás enfrentarte a grandes responsabilidades. Muchas vidas dependerán de ti.
– Lo sé, me han educado para eso pero, ven conmigo. Mi padre te estará eternamente agradecido y te permitirá quedarte a mi lado si yo se lo pido.
– No puedo, mi pequeño. Hace mucho tiempo cometí un error y debo pagar por ello. Mi condena es permanecer aquí sola el resto de mis días. Tú has sido un bálsamo momentáneo para esta pobre alma torturada.
A la mañana siguiente la anciana le acompañó a la linde del bosque. Se despidieron con un largo abrazo. A medio camino, el muchacho miro hacía atrás, ella permanecía allí, mirándolo, intentando grabar para siempre su imagen en sus cansadas pupilas. Como si no fuera a verlo más.
Pero Luis había tomado una firme decisión.
Cuando llegó a la ciudad las calles estaban casi desiertas. Había velos negros que lo cubrían todo. Los negocios estaban cerrados.
El palacio tenía un aspecto fantasmal. Los sirvientes habían desaparecido y todo permanecía en un silencio lúgubre.
El pequeño se acercó tímidamente a uno de los pocos centinelas que vigilaban las puertas.
– Perdón soldado pero, ¿qué ha pasado?.
Cuando este se disponía a contestar de manera malencarada como todo centinela que se precie, se dio cuenta de que, el retaco que había osado dirigírsele era nada menos que el pequeño príncipe que todos daban por muerto.
Sin contestar, le subió a sus hombros loco de alegría y se dirigió, dando saltos, al salón del trono.
Entró como un tornado interrumpiendo una importante reunión y gritando, exultante de alegría:
– Majestad, ¡mirad que encontré en la puerta!.
Durante días se celebraron fiestas, torneos y juegos en honor al príncipe, que había conseguido volver del bosque donde había permanecido días solo.
Y aunque intentó explicar mil veces que no estaría vivo si ni fuera por la anciana, nadie quiso escucharle.
Una mañana, mientras cabalgaba acompañando a su augusto padre, probó, por enésima vez, hablarle de su salvadora.
Pero el rey le atajo de manera brusca:
– Debes olvidar eso, Luis. Estuviste perdido y tu mente desvarío. Esa mujer no existe. No quiero que hables más de ella. Debes obedecer.
Y obedeció. Jamás volvió a referir a nadie su aventura infantil. Pero él no la olvidó.
Los recuerdos de aquella hermosa y fugaz experiencia de amor maternal y desinteresado quedaron guardados en un lugar secreto de su alma, envueltos en seda y terciopelo.
Durante las noches, en su alcoba, alejado del boato de la corte, despojado de su uniforme de rey y oculto a la vista del mundo, podía ser frágil, temeroso, inseguro. Le invadía el miedo al futuro y sentía en toda su dimensión el peso que significaba ser responsable de tantas vidas inocentes. Solo entonces se permitía desenvolver el recuerdo. Cerraba los ojos y se transportaba a la desvencijada cabaña del bosque, volvía a estar arrebujado entre suaves pieles mientras una mano en su frente, un beso suave, hacían que el bienestar y la seguridad
invadiesen su cuerpo y su alma.
En su vigésimo tercer aniversario, durante la reunión del consejo del reino, sus colaboradores sugirieron a Luis que, dado que ya hacía un tiempo que la paz y la prosperidad se habían instalado en todos sus territorios, el monarca debía pensar seriamente en buscar esposa.
La propuesta le cogió por sorpresa. Él era un hombre de armas, un gobernante, no sabía como se hacían esas cosas.
A todos les pareció que la mejor manera era organizar un baile, al fin y al cabo, parecía la forma más lógica de buscar pareja.
Los súbditos del monarca estaban emocionados, era la primera vez en muchos, muchos años que se celebraba un acontecimiento tan especial. Solo los más ancianos recordaban las fiestas que organizaba el viejo rey. Pero desde la muerte de la reina en el parto, la tristeza se había instalado en el palacio, y por ende en todo el Reino.
Las calles se limpiaron a conciencia, se adornaron. Todo se llenó de color y alegría.
Los ciudadanos las inundaban cada vez que la delegación de alguno de los invitados recorría el camino empedrado. Los vítores a su paso les acompañaban hasta las mismas puertas del palacio que, bellamente engalanadas, estaban abiertas de par en par.
La noche de la fiesta, el salón de baile lucía espectacular. Inundado por el color y olor de las flores frescas, de todo tipo de tonalidades. Los pesados cortinajes, labrados con hilos de oro, cubrían las paredes de piedra para aislar a los asistentes del frío que escapaba de ellas.
Sirvientes vestidos con ricas galas, cuidaban de que ha nadie le faltara una copa de champán.
Cuando todos los invitados se encontraban ya, charlando de forma distendida después de la copiosa y exquisita cena, en el salón, hizo su entrada el joven monarca.
Fue recibido con aplausos, miradas de satisfacción por parte de los padres y de admiración de todas las chicas casaderas que aspiraban a ser las elegidas como consorte.
Luis estaba espléndido con su traje de gala. Su pelo rubio, largo y brillante enmarcaba su cara lustrosa y blanca que resplandecía de felicidad. Sus ojos claros, casi transparentes, ni pestañeaban asombrados por el ambiente mundano al que no estaba acostumbrado.
La orquesta atacó el vals que daría inicio al baile. El señor más poderoso del reino se acercó al joven, llevaba de la mano a la menor de sus hijas, una preciosa chica menuda, con una cabellera larga de un intenso color rojo y preciosos ojos verdes.
– Majestad, os presento a mi hija pequeña, Katherine. Estaría encantada de iniciar el baile con vos.
La pareja se situó en el centro de la pista mientras el resto de los asistentes les observaban. Y comenzaron a girar y girar como dos bellas figurillas de una caja de música. Todo brillaba a su alrededor y Luis se erguía sobre sus botas lustrosas sintiéndose atractivo por primera vez en su vida.
Y, de repente, los músicos dejaron de tocar y se produjo un silencio mortal, inexplicable.
Las puertas de la gran sala se habían abierto de golpe, como empujadas por una fuerte corriente de aire.
Apareció de la nada, intemporal, como si el tiempo no hubiera pasado. Con la misma ropa, los mismos ojos transparentes, casi acuosos, la cara arrugada y tiznada como una uva pasa. El pañuelo en la cabeza por el que asomaban mechones de pelo ralo, blanco como la nieve.
Los centinelas, apostados en las puertas, entraron en tromba detrás de ella con sus armas a punto. Pero el rey gritó:
– ¡Quietos, no la toquéis, es la anciana del bosque. Me salvó la vida!.
Ella le miró con un amor infinito en su expresión.
– Tú no buscas esposa, ¿verdad mi pequeña?.
Un murmullo se extendió entre la muchedumbre que llenaba la enorme habitación.
La mujer, prendida de los ojos de Luis, se comportaba como si estuvieran solos, como si el resto de personas alrededor, no existieran.
– Lo has hecho muy bien, mi reina, ya no es necesario que mientas más. Eres lo suficientemente fuerte por ti sola. Por fin nada te amenaza.
Luis la observa con un intenso terror en la mirada. Se había puesto pálido como un muerto y la sonrisa feliz de ver de nuevo a la anciana, se había congelado en su boca convirtiéndose en un rictus crispado.
En voz muy baja, casi inaudible, preguntó:
– ¿Como lo sabes?.
Ella comenzó a llorar como aquella vez, en el lindero del bosque, cuando se despidieron para que, el pequeño príncipe se enfrentara con su destino.
– Soy tu madre, alteza. La vieja reina que todos pensaron que había muerto al dar a luz. Mentí a tu padre haciéndome pasar por una princesa de tierras lejanas. Él se enamoró en seguida y nos casamos. Naciste tú y, ese mismo día, se enteró de mi engaño.
Las brujas ocupábamos una gran extensión de bosque. Vivíamos allí en paz, ayudando a los lugareños con nuestras pócimas y conjuros. Pero tú abuelo se dejó llevar por un consejero, un mal hombre que bebía de las fuentes de la magia negra, y nos expulsó del bosque persiguiendo y matando a las que no quisieron irse. Mi madre consiguió esconderse en lo más profundo, donde nadie se atrevía a aventurarse. Yo era un bebé de pocos meses y ella juro que yo sería el azote de la familia real, el instrumento para la venganza por la humillación recibida.
La tensión del ambiente se podía cortar. Se había impuesto un silencio tenso. El rey parecía contener la respiración. La anciana continuó:
– Cuando corrió la voz de que el joven monarca buscaba esposa, se orquestó el engaño. Con lo que no contábamos es con que yo me enamorara perdidamente de tu padre. Al poco tiempo de nuestras nupcias quedé embarazada. Yo sabía que eras una niña, lo sentía en mis entrañas. Y también sabía que mis hermanas vendrían a buscarte para educarte en nuestras tradiciones. Pero me sentía incapaz de abandonar a tu padre para volver con nuestro pueblo. Pasé unos meses horribles sabiendo que, o te perdería a ti o a él el día que nacieras.
Su cara se crispó en un gesto de dolor profundo. Continuó con la voz enronquecida por la emoción.
– Cuando me puse de parto pedí ver a mi esposo. El entró en nuestra alcoba. Su cara estaba cenicienta, sus ojos claros se habían oscurecido. Le atenazaba el miedo y la preocupación por la proximidad del alumbramiento. Le confesé todo, le pedí perdón desesperada y le dije de que manera le amaba. Su cara se endureció como si se hubiera vuelto de piedra. Me arriesgue  confiando en que su amor por mi le daría la capacidad para perdonarme. Me equivoque.
En el momento en que llegaste al mundo te arrancó de mis brazos. Sin mirarme a los ojos me informó de mi castigo por engañarle. Volvería al bosque y jamás me mostraría a ningún ser humano. Se comunicaría a los súbditos que yo había muerto en el parto. Y, para evitar que mis hermanas te robaran diría que eras un chico hasta que fueras adulta y heredaras la corona.
Se alzaron voces airadas por parte del auditorio. Por una parte, los progenitores, grandes señores del reino, que habían rendido vasallaje a una mujer, se sentían humillados. Por otra, las jóvenes casaderas que veían alejarse un futuro prometedor, se sentían engañadas.
Y a todo esto, nuestra protagonista, continuaba callada mirando a su madre y pálida como una estatua de mármol.
Uno de los más veteranos miembros del consejo, gran amigo del anterior rey, apoyó su mano en el hombro de la joven reina, en un gesto de cariño. Su voz se impuso sobre la algarabía.
– Nuestra reina a demostrado con creces ser el mejor gobernante que cualquier pueblo puede tener. Le debemos la buena vida de la que todos disfrutamos ahora. Solo eso debe importarnos.
Hizo una profunda reverencia que fue imitada, poco a poco, por el resto de súbditos.
Ella, emocionada, ayudo a levantar al viejo amigo y le beso con cariño. Todos esperaban expectantes a que se pronunciara.
– Queridos compañeros, esta noche se han desvelado secretos antiguos. Durante años se ha desarrollado una representación donde todos nos hemos visto forzados a desempeñar nuestro papel. Mi padre me explicó de pequeña que, para salvar mi vida, debía hacer creer a todos que era un hombre y me educó como tal. Por fin nos hemos liberado de nuestro disfraz obligado y podemos ser nosotros mismos. Disfrutemos pues de la fiesta.
– Majestad, dijo el anciano colaborador, no nos queda más remedio que organizar otro baile. Esta vez para que encontréis esposo.
Todos rieron.
Al oír esto la cara de la joven, del color del marfil, se tiñó de rojo carmesí. Una sonrisa cómplice se dibujo en su boca haciéndola parecer, por primera vez, la mujer hermosa que en realidad era.
Sus ojos, que de repente se habían inundado de un amor infinito, se dirigieron hacía un grupo de oficiales que se habían mantenido alejados durante todos los sucesos acaecidos hasta ese momento.
Uno de ellos, que destacaba del resto por su altura y su gallardía, capturó esa mirada apasionada y, sin soltarla, se aproximó a su dueña lentamente. Le sujetó las manos y le susurro al oído, solo para ella, «te añoraba, Alteza. Añoraba tu cuerpo cálido junto al mío en las noches de las largas marchas militares». Ella enrojeció hasta la raíz del pelo pero, aún así, se dirigió a sus súbditos.
– Queridos compatriotas, el amor entre el comandante de mis ejércitos y yo surgió hace mucho tiempo, pero debíamos guardarlo en secreto. Él, junto con mis padres, eran las únicas personas que sabían de mi verdadera condición. Espero que sepáis perdonarnos.
El mismo señor poderoso, con la hija del cual la Reina había abierto el baile, hizo una inclinación que le llevó prácticamente a besar el suelo y contestó:
– Majestad, hace rato que os hemos perdonado. Y, tomando su mano, la rozó apenas con adoración.
Al poco tiempo, los ciudadanos volvían a estar de celebración, su amada soberana iba a sellar su amor con el bello comandante, en una ceremonia matrimonial como no se recordaba otra igual.
El impresionante escenario elegido para tan grato acontecimiento fue la nave central de la catedral de la capital.
Sus enormes techos eran tan altos que casi no se podían distinguir las vidrieras de colores que los adornaban y que filtraban la luz del sol como un gran caleidoscopio convirtiendo todo a su alrededor en una preciosa ilustración de cuento de hadas.
Las gruesas paredes estaban forradas de hermosos tapices donde se rendía homenaje a los héroes de la ciudad, narrando sus actos extraordinarios.
Los bancos, de lustrosas maderas nobles oscurecidas por el tiempo, lucían hermosos con sus vestimentas de tul y flores blancas como la nieve. Y su aroma, mezclado con el del incienso y la cera de las velas, convertía el ambiente en algo irreal que reafirmaba la sensación de sentirse dentro de un bello sueño.
En el altar los novios, él con traje militar de gala, con sus charreteras doradas y el pecho plagado de condecoraciones y ella, con un vestido blanco puro y el pelo sembrado de flores de color lila, permanecían erguidos y serios, intentando dominar la emoción.
Al lado de la reina, su madre no conservaba ni las más leve semejanza con su antiguo aspecto. Había recuperado todo el empaque de la que había sido la soberana consorte.
Pero, como no podía ser de otra manera, un personaje que hasta ahora no había hecho acto de presencia, aunque había estado presente desde siempre en esta historia, apareció para volver a interrumpir lo que era la ceremonia más bella que se había vivido jamás en el Reino.
Desde el fondo de la nave gritó:
– ¡¡Azucena!!.
Todos se giraron sorprendidos para toparse con una mujer parada en medio del pasillo central.
Era más alta de lo que era habitual. Tenía una expresión decidida y sus ojos negros relucían con fuerza y resolución. Se notaba que no estaba acostumbrada a ser desobedecida.
– Sí, ese es tu nombre. Como la primera de nuestras hermanas.
El terror pareció encoger a la madre de Azucena lo que llamo la atención de la invitada imprevista.
– No te asustes Dora, no vengo a dañar a tu hija. Solo quiero hacerle un regalo en este día tan especial. Siempre supimos que eras una niña. Tus padres se dejaron llevar por un temor injustificado. Eres la heredera de nuestra amada fundadora y creímos que este país merecía dejar de sufrir, merecía un gobernante como tu. Ahora he venido a devolverte tus poderes para que, además, puedas aliviar los males de sus cuerpos. La sabiduría ancestral de nuestro pueblo queda a tu disposición para que puedas curar las enfermedades de tus súbditos. Solo tengo una petición para ti.
Azucena asintió:
-Habla.
La mujer bajó la vista con un gesto de humildad y sometimiento:
– Algunas de nosotras ya somos muy mayores y soñamos con morir en casa. Te suplicamos que nos permitas regresar a nuestras tierras.
La soberana dirigió una mirada interrogadora a los miembros del consejo, que ocupaban uno de los primeros bancos. Estos asistieron sin dudar. Recordaban lo beneficioso que había sido cuando las brujas ocupaban los terrenos del bosque.
Y, a partir de aquí, nuestros monarcas, sus súbditos y las brujas vivieron en paz una vida larga y feliz.

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