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El jueves sera otro dia

diciembre 4, 2002

En la pequeña sala de espera había como veinte personas mayores de setenta años. Dos o tres ocupaban las pocas sillas maltratadas que aún existían, los de más permanecían de pie. Una mesa en el centro de la casucha  servía de escritorio al joven apuesto que trabajaba como secretario del doctor. Al fondo estaba el único consultorio y justo a su lado, el baño, sin puerta, sucio y despidiendo un olor que a leguas anunciaba su mal estado.

Cada jueves estaba allí aquel grupo de ancianos. Iban en busca del único médico que llegaba al batey tan sólo una vez por semana. Los males eran los mismos: diabetes, artritis, asma… Así que el doctor los conocía casi a todos y les recetaba las mismas medicinas que nunca podían conseguir.

Los ancianos habían trabajado toda su vida en el corte de caña. Hombres y mujeres  dieron sus fuerzas al amargo cultivo de la planta dulce. A pesar de que sus manos ya les temblaban y sus ojos están apagados ellos anhelaban volver al trabajo, pero ya no había caña.

Eran casi las once de la mañana y el doctor no llegaba, pero los pacientes no parecían extrañados. El ambiente era completamente nauseabundo pero ninguno de ellos tenía cara de asco, y aunque las moscas se posaban en sus negros rostros ya arrugados no hubo uno que levantara la mano para espantarlas. Parecía que aquellos insectos llegaban oportunamente a realizar lo que los haitianos no habían hecho en sus casas por falta de agua potable.

El joven del escritorio se aburría de estar en nada, tomaba su teléfono celular para teclearlo por un momento, escuchaba música, iba al descuidado baño y el doctor no llegaba.

Cuando el cansancio se apoderó de los pacientes, los que estaban de pie simplemente se sentaron en el aquel piso sucio y  al cabo de unos minutos tanto los de las sillas como los del suelo estaban rendidos en un sueño que no duró ni media hora.

Ellos no conocían el significado de la palabra despensa así que nada comieron antes de salir de casa en las primeras horas de aquella mañana. El hambre comenzaba a crecer pero ellos no tenían dinero, además, no lo necesitarían porque los pocos colmados que quedaban todavía en el batey ofrecían solamente algo de arroz y habichuela para aquellos que contaban con la dicha de recibir algunos centavos de los hijos que habían emigrado a las ciudades cercanas en busca de oportunidades.

Cuando la tarde se hacía presente y el ardiente sol del batey comenzaba a enfurecerse el buen muchacho del escritorio levantó la cabeza y vio que por fin el doctor llegaba. Era un señor de unos cuarenta años que no tuvo éxito como médico de la ciudad y consiguió que el gobierno lo asignara a la plaza que dejó vacante el viejo galeno de sesenta años que murió de un infarto tres años atrás.

Como el  fuerte sonido del cansado automóvil del doctor corroboraba la noticia del joven, todos los ancianos obtuvieron fuerzas como llegadas del infierno, se convirtieron en animales salvajes y cada uno luchaba contra su semejante en la afanosa tarea de obtener uno de los primeros cinco lugares de la extensa fila que comenzaba a formarse frente a la estrecha puerta del consultorio.

El doctor entró cabizbajo y con su ropa descuidada. Parecía que había pasado largas horas reparando el viejo automóvil para poder trasladarse a su puesto de trabajo. Las suelas de sus zapatos estaban gastadas. Su cabeza necesitaba un corte de pelo y la correa que rodeaba su mediana cintura había perdido ya su color.

Cuando estuvo parado frente a sus pacientes no saludó a ninguno. Se limitó solamente a mirar por largo rato a cada uno de los que allí estaban. Se acercó a la libreta, leyó cada uno de los nombres que el muchacho había anotado, volvió a mirar las caras y, como relacionando cada nombre con su dueño, pegaba los ojos otra vez en la libreta para volverlos a quitar y fijarlos en las personas  de la hilera. Repitió este ejercicio tantas veces que ya parecía que el tiempo se detenía en aquel pequeño espacio.

Miró su reloj y  confirmó que el de la pared aún funcionaba. Eran las tres y treinta minutos. Parecía pensar  que en el batey hasta las baterías del reloj estaban hechas para soportar el peso de años de miseria.

El médico miró entonces  al joven y le hizo la señal acostumbrada y, cuando este se disponía llamar al primer paciente escuchó que su jefe le pedía un vaso de agua.

–No doctor, no tenemos agua. El botellón está vacío.

–Pero ¿Por qué no has comprado agua si pasas todo el día en nada?–pregunto el galeno, evidentemente enojado.

Entonces el muchacho trató de quedarse callado para evitar una discusión con el ya amargo doctor, pero como insistía con su pregunta no tuvo más remedio que contestarle.

–Tenía cinco días guardando cincuenta pesos para comprar el agua, pero en ningún colmado conseguí y esta mañana pasó el camión proveedor pero ya había tomado el dinero prestado para comprar un pan de maíz porque aún no me pagan el salario del mes pasado.

–Pues dame de la pluma– gritó el doctor
–Lo siento, desde la semana pasada no llega el agua–volvió a contestar el joven.

Cuando la última palabra de la funesta cadena hablada salió de la boca del muchacho, el doctor dio un golpe violento en su polvoriento escritorio y, repleto de rabia gritó:

–Solamente voy a recibir a cinco pacientes.

Ante la resolución del médico la cansada fila se volvió un desastre. Otra vez se armó la lucha salvaje. Los trozos de palo que servía de bastones se convirtieron en cuernos, las cajas de diente se hicieron colmillos, las uñas negras y gastadas ocuparon el lugar de afiladas garras. Cada cuerpo era una pila de músculos listos para defender la única oportunidad de ser vistos por él médico del batey. El doctor y su asistente hicieron todos los esfuerzos del mundo por calmar la situación, pero nada parecía funcionar.

Cinco minutos duró la pelea pero todos pensaban que se trato de varias horas. Al final, la vieja camisa del doctor estaba rota por todas partes, el celular del joven se había hecho mil pedazos, el escritorio estaba con las patas hacia arriba y la puerta del consultorio casi respondía al llamado de la gravedad.

Cuando el último gozaba de un bien peleado primer lugar y el del centro disfrutaba la miel del segundo puesto, la ya provocada ira del profesional de la salud volvió a estallar:

–¡Maldito “haitianose!”  ¡El diablo los va chequear hoy! ¡Se me van todos de aquí!

Al momento un tumulto de palabras en español, y patuá estalló en el oído del doctor:

–Papá, nosotlo te epelé dende eta mañana. ¡Ayida no pol favol.

Pero ya estaba decidido. Como rápido se sudo la fiebre de la caña, se resolutó que aquel día no habría atenciones médicas. Cada uno de los ancianos comenzó a marcharse y, acercándose al enojado doctor le rogaban:

–Untame una poquita de alcolado aquí pol favol.

Pero él, cansado de todo aquello simplemente gritataba a todo pulmón

–¡Vallase maldito haitianose que no hay alcolado!

Y los pacientes, haciendo honor a su nombre sacudían la cabeza y  como en actitud automática se marchaban diciendo:

–El jueve va sé otlo día.

Fin

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