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El gran duque pastor

diciembre 4, 2002

Era gran día en El Arca, de Sideria. Se celebraba la gran fiesta apocalíptica, el cumplimiento de abracadabrantes profecías.

Se trataba nada menos que de coronar al gran duque de Monchinia, al ínclito don Tiberio.

Conviene que sepa el lector que la ciudad ducal de Sideria pertenecía al antiquísimo país monchino, cuyos orígenes se difuminaban en el misterio de las edades genesiacas. Una venerable leyenda enseñaba que los monchinos eran autóctonos o indígenas, es decir, nacidos de su misma tierra, y que un Deucalion monchino los había producido, convirtiendo los robles en hombres, que resultaron recios y duros como los robles.

Mas dejando el campo encantado de la leyenda, la Historia presentaba a los monchinos en remotísimas edades, trabajando sus campos, comiéndose en paz y gracia de Dios su pan y gozando de sabias leyes.

Se habían puesto desde muy antiguo al amparo de los grandes duques de Monchinia, y cuando moría cada uno de éstos iba su sucesor a rendir acatamiento a las sabias leyes de los monchinos a un islote, situado dos leguas mar adentro. Después que el gran duque ofrecía sacrificios en el altar de la ley monchinesca y mientras el vapor de aquéllos subía al cielo, las aclamaciones del pueblo se mezclaban al bramido del mar.

Pero ¡ay!, hacía ya algún tiempo un desaforado terremoto había conmovido a Monchinia y el mar, sacudido en su asiento, se había tragado al islote y con
él al altar de la ley y al gran duque, que estaba a su pie implorando clemencia al cielo.

Hacía ya tiempo que Monchinia toda dirigía de cuando en cuando miradas tristes al punto del mar en que se alzaba un día el islote, cuando los socios de El Arca, de Sideria resolvieron hacer la felicidad de los pobres filisteos y ramplones burgueses de Monchinia coronando gran duque a don Tiberio, elevando El Arca a islote de la Ley y encendiendo en ella el altar de los sacrificios.

Don Tiberio era un gran ganadero. En el trato con el ganado había adquirido singularisimas dotes de gobierno y extraordinaria energía. Los pobres de espíritu de Monchinia, murmurando de él, decían que, de haber nacido hijo de alguno de sus muleros, nunca habría pasado de mulero… y gracias, y aunque es cierto que no le faltaban condiciones ni lengua para tal, no es menos cierto que tales murmuraciones eran espumarajos de impotente envidia.

Don Tiberio sintió que el dilatado pecho se le henchia como gigantesco fuelle al sentir en sus sienes el cosquilleo precursor del peso dulce de la ducal corona; se fue a ver sus graneros atestados de cebada para el ganado y sus campos henchidos de verde heno, y sonriendo modestamente, exclamó en su corazón:

-Señor, haz de mí lo que te plazca, y pues lo quieres, sea.

Los socios de El Arca estaban fuera de sí de regocijo. Iban a dar el gran golpe apocalíptico; iban a dejar turulatos a los infelices filisteos, no sólo de Sideria, sino de toda Monchinia; iban a matar de una vez el monstruo de la ramplonería burguesa, iban a enseñar al mundo lo que es el mundo.

Los pobres monchinos se resistieron en un principio, desconociendo sus intereses. Víctimas de ridículas preocupaciones, los unos creían incompatible la dignidad de gran duque con el oficio de ganadero, sin comprender, ¡ incautos!, que es ésta la mejor escuela para aquélla; los otros aducían nimios escrúpulos fundados en el funestisimo prejuicio de la herencia de las supremas dignidades, como si no fuera cada hijo de sus obras todo hijo de vecino, y otros, por fin, los pusilánimes, temían se encendiera el país en cruenta guerra civil y germinaran bandos sosteniendo cada cual su pretendiente a gran duque. Pero si esto último se verificara, ¿durará la reyerta más que la vida del heno, a la mañana verde seco a la tarde?

¿Quién tan generoso en su opulencia como don Tiberio y dispuesto como él a conceder cebada y heno a todo pasto al pueblo monchino, hambriento de libertad y de reposo?

Don Tiberio alfombró de heno las calles de Sideria y sembró los campos con cebada de sus graneros. Asi, poco a poco, fueron entrando en razón los monchinos y todo estuvo maduro para celebrar en El Arca la apocalítica fiesta de la coronación del gran duque a favor de don Tiberio.

¡Qué fiesta! ¡Qué esplendor! Imagínese el lector la tal fiesta, porque siempre será preferible a que se la describamos.

Se sacrificaron para ella tantas reses y pellejos como convidados.

Y mientras después de verificada la ceremonia, se prolongaba la solemnidad, los pacíficos burgueses siderianos contemplaban apiñados en la calle los iluminados balcones de El Arca y comentaban las voces que hasta ellos llegaban.

Los brindis fueron todos dignos de don Tiberio y de su coronación, sobresaliendo entre ellos el del oráculo de El Arca, quien tenía en el cuerpo más de una cuba de inspiración.

-prosiguió el orador.

Gran asombro en los que no roncaban todavía.

<¿Cómo? Reduciéndole a la verdadera libertad de pensamiento, libertándole de pensar...» Entusiasmo loco. En el delirio de éste algunos se desinspiran. -¡Y serán capaces de no agradecérnoslo! -exclamó Anastasio.

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