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El amor esquivo

diciembre 4, 2002

Teresa era una mujer que ya había rebasado los cincuenta hacía un tiempo. Se había casado muy joven por culpa de un embarazo prematuro. Pasó el tiempo, su hijo formó su propia familia y estableció su residencia en Francia, donde le habían propuesto una mejora laboral importante.
Así que, la casa de Teresa y Manuel, su marido, se quedó sola y enorme provocando una convivencia más estrecha de la pareja. Pero ellos no se habían amado nunca. Lo suyo fue un aquí te pillo aquí te mato de la adolescencia que tuvo la desgracia de dar en la diana. La sociedad de la época no veía con buenos ojos a las madres solteras y el aborto, mucho menos, así que, la pareja se vio obligada a pasar por la vicaria.
Habían soportado sus treinta y cuatro años de matrimonio con entereza, con la resignación y el ánimo del que no tiene otra opción, amparados por la rutina diaria que no les permitía verse demasiado tiempo seguido. Incluso el sexo, que los primeros años fue su lazo de unión más fuerte, ya no les daba las satisfacciones del principio. Se había convertido en un trámite por el que pasaban una vez a la semana como quien lleva el coche a la ITV.
Nunca habían tenido conversaciones excesivamente largas y sus temas no iban más allá de la economía familiar, su hijo o sus respectivos trabajos.
Jamás se habían dicho un «te quiero», ni siquiera en el clímax del acto sexual.
¿Qué sentido tenía, pues, que siguieran conviviendo de ahora en adelante?. Esa era la pregunta que Teresa se hacía a cada minuto desde la boda de su hijo.
Y una noche, mientras permanecían sentados uno junto al otro en el sofá, delante de la televisión donde individuos gritaban sin sentido ni concierto, ella agarró decidida el mando a distancia, silenció el guirigay televisivo y se giró hacía Manuel con la determinación pintada en el rostro.
– Cariño, quiero el divorcio, dijo con el mismo tono con el que hubiera comentando el informe meteorológico.
Manuel la miró sin un ápice de sorpresa en su expresión.
– Claro Tere, no hay problema. Busca tú un abogado que yo pondré el piso a la venta.
Y con la misma facilidad con que se extingue una llama por la falta de oxígeno, en el corto plazo de tres meses, desapareció la relación que Teresa y su marido habían mantenido durante tantos años.
Seguían hablando por teléfono de tanto en tanto para compartir noticias del hijo que vivía tan lejos y por una preocupación sobre sus respectivos estados de salud derivada de la costumbre.
La nueva etapa no fue fácil para una mujer acostumbrada a compartir su vida con otra persona. Tomar decisiones, disponer de su propio futuro sin que esto influyera en nadie más, aunque parezca algo deseable, se convierte en un trabajo complicado. Cuando la existencia tiene una misión, aunque sea dedicarla a la familia dejando de ser una misma, y de pronto el objetivo desaparece, esta se vuelve vacía y sin sentido.
Teresa se sentía sola, sin ilusiones. De repente se enfrentaba a un camino sin asfaltar y no se sentía con ánimos de iniciar las obras de mejora.
La enorme cama vacía dolía más que la que había abandonado, llena con la frialdad de la indiferencia.
Y las necesidades se impusieron a los intereses. Nuestra protagonista decidió que necesitaba tener alguien a su lado. Que quería volver a llenar sus días, sus horas poniéndolas al servicio de otra persona… «El que nace pa martillo…»
Aprendió el antiguo oficio, olvidado de no utilizarlo, de vestirse y comportarse para seducir. Y tuvo éxito claro, era una preciosa mujer madura, con el atractivo y el misterio que da la experiencia grabada en la cara.
Atraía por igual a hombres mayores que a jovencitos porque, cuando una mujer posee magnetismo, el macho se deja llevar solo por su instinto.
Pero Teresa, después de vivir una existencia entera sin amor, quería algo más. Quería sentir el arrebato de la pasión, deseaba tener el alma en llamas, en carne viva. Que la mirada, el roce de un hombre le provocará escalofríos. El sexo por el sexo era lo único que había conocido hasta ahora y estaba harta de eso.
Curiosamente, el rechazo, la indiferencia, la hizo más deseable todavía, provocando la parte de cazador que los hombres tienen en su información genética.
Era la presa a abatir, el trofeo que deseaban tener colgado en su pared. El bello animal salvaje que les era esquivo, que se les escurría entre los dedos con un rechazo elegante.
En contrapartida, Teresa fomentaba cada día más ese atractivo que había aprendido que volvía locos a los caballeros. Y ellos notaban su presencia, antes incluso, de que hubiera entrado en el local. Y, desde ese momento, ninguna otra fémina existía. El halo que la rodeaba inundaba el espacio anulando cualquier otra presencia. Y todos los hombres, viejos o jóvenes, feos o guapos, inteligentes o tontos, se convertían en una cohorte babeante a sus pies. Pero la diosa griega, altiva, se limitaba a posar su mirada en aquellos creyentes entregados sin permitir que ellos vislumbrarse un atisbo del anhelo con que su corazón le buscaba a «él».  A aquel que fuera el alma que su alma estaba buscando.
Una noche tras otra, volvía al silencio y la soledad de su casa. Volvía a ser Teresa, la madre y esposa que se había quedado sin objetivo en la vida. Que se sentía pequeña, insignificante, insegura… Sola.
Pero, poco a poco, la admiración masculina se fue trocando en enfado, en orgullo herido. No podían permitir seguir sufriendo con la indiferencia de su objeto de deseo. La querían y la querían…¡Ya!.
Una preciosa noche de verano, con el cielo iluminado por una luna tan grande que hipnotizaba y hacia creer, al mirarla, que se podía distinguir su cara observando al mundo, los cazadores se organizaron.
Fue casi instintivo. Sin hablar unos con otros, se fueron concentrando en la puerta de la casa de Teresa. Cuando ella llegó pudo distinguir un grupo enorme parado en la calle.
Le hicieron un pasillo silencioso para que pudiera acceder a la puerta y, cuando se encontraba justo a mitad de camino, el grupo se cerró y ella desapareció sin un sonido, sin un grito. Justo como si nunca hubiera estado allí.
La policía la encontró al día siguiente en mitad de una pradera de yerba corta. Estaba tirada en el suelo boca arriba. Sus ojos estaban fijos, perdidos en una mirada infinita hacía algo desconocido.
Los forenses dijeron que su cara era lo único intacto de su cuerpo. Que jamás habían visto una agresión tan brutal como aquella.
Esa misma noche, inexplicablemente, la luna no salió.

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