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El abuelito

diciembre 4, 2002

¿Nevará, abuelito?
– No, y si nieva, lo del adagio: año de bienes.
No vaya, que nevará y..

-¡Sacrílega! Los heridos no tienen espera, y mañana… mañana te juro que sería tarde…

-Pues, ¡ay, Jesús!, abríguense… Niño, esa boquita… abuelo, la bufanda…

La tía »Loba», en mitad de la empedrada entrada de su clásico mesón, allí donde se abría el arco que marcaba el límite entre la entrada y la cocina, cara al corral, desgranaba un puñadito de guisantes, cuyos verdes granos, tamaños como perdigones gruesos, de los llamados zorreros, dejaba caer en una fuente rameada de la Alcora o de Manises que tenía en el regazo.

Un gato enorme, rútilo, en segundo término, corría sin ruido detrás de una bolita de papel de estraza, y del corral llegaba distinto cacareo de gallos.

En la chimenea, como un miriñaque invertido, un caldero colgado del cremallo, levantaba un discreto herborcico, lamido de las bermejas flores del llar.

En un carcomido escaño, junto al fuego, un pequeñuelo rubio como unas candelas, con un trocito de cielo por ojos y blanco como la leche, algo sonrosado, no decía nada, pero estaba triste, con la mirada en las llamas que se retorcían, percibiendo el quejarse de los leños.

A poco paró un carro. La ventera levantó la vista y suspendió la labor, no para rascarse esta vez, sino por descubrir la entrada de algún nuevo cliente. La recua echó a andar y el carro continuó rodando melancólicamente camino arriba hacia la cuesta del «Condenado», a la fábrica de electricidad quizá, pues iba atiborrado de panes de carbón. Y la acecinada ventera siguió su trabajo silenciosa, no sin hacer un mohín de desagrado.

Aquel pequeño esperaba a su abuelito, el médico del lugar cercano, que estaba en la casa de al lado practicando una operación quirúrgica a un desgraciado arriero que días atrás había sido atropellado por su vehículo.

Sonó una tos bronca, aguda, y entró en escena el rechoncho ventero, deformado por su pesada carga, que había ido a hacer una copia de leña que descargó en mitad del cocinón.

Del caldero del hogar salía una columnita de humo recta al techo a lamer la panza oronda de los melones capuchinos y amarillos que colgaban de las vigas.

-¡Hola, pequeñín! ¿Tú por aquí? Anda, precioso -añadió lento, a la medida de sus ademanes-, ponte la gorrita y déjate de cumplidos, que ni siquiera soy el diputao del distrito; soy Ambrosio, el ventero… ¡Demonche de chico!…

El aludido, que no era otro que el de los rubios bucles, se caló la gorrilla, y triste, sin despegar los labios, continuó con la mirada fija en el fuego.

Musitó al cabo:

-¡Tarda, señora «Loba»; tarda el abuelito!…

-¡ja, ja!… ¡Demonche de chico!… Señora y todo… ¡Cuando digo, rico, que nos has confundido!…

El ventero, Ambrosio, se tiró de nuevo sobre la espalda el costalico de leña y abrió de una patada, algo más de lo que estaba, la puerta del corral, que bostezó perezosa.

Caía la tarde y cantó solemne el gallo.

Y otro de lejos, cantó bronco al fin.

El abuelito, con efecto, tardaba más de lo regular.

El abuelito

El de la «Loba», en el corral, mientras con una alcotana partía la leña, canturriaba:

El honor de las mozas

deste partío, dende que vino la tropa que sa perdío…

Cesó de cantar, y dirigiéndose al gallinero:

-Anda, perdidas, ¡a dormir!…. y mañana, como mañana haiga mareo, ya caeréis… La vítima de la noche está en la cocina… -Y acabó la rota copla:

Que sa perdío, que sa perdío el honor de las mozas deste partío…

-Anda, esposa, que tu marido bien se ha ganao las garrofas… Pon la mesa y despacha, que en después llegarán los señores trajinantes, señores como tú y !ja, ja! como yo, al decir de ese crío… y …

La «Loba», que iba a quitar la olla del fuego, ya aparejada la mesa a la vera del portón del corral, se quedó embobada mirando de hito en hito al nietecillo del cirujano, que con el reflejo del fuego en los zarcos ojitos le parecían fulgir en ellos las propias estrellitas del firmamento.

-Pero… ¿estás boba, muchacha?…

«Anda, que el estógamo, que llaman los señoritos, las tripas de Ambrosio, que decimos los cristianos, no tienen espera… A fe mía, que Ambrosio bien ha ganao la bazofia…»

La «Loba”, sin contestar, con los ojos reflorecidos de viejas lágrimas, viejas como ella y como su pañoleta de cuando novia, asió por las orejas el caldero, cuyo contenido vertió de golpe en un plato de Manises o alcoreño también, grande y hondo como el pilón del abrevadero…

Cenaron en paz y gracia de Dios; ya eructaba el ventero, satisfecho, como un canónigo, y el médico no bajaba.

Sonaron con duelo las Ánimas.

Tío Ambrosio dio un largo beso a la bota, trasegando del negro hasta un cuartillo bien medido, que guardó cuidadoso entre pecho y espalda.

El niño dio cabezaditas; durmióse a la postre, y el abuelito no bajaba, no bajaba.

La «Loba», que, pensativa, no había probado bocado, exclamó dolorida con voz de lágrimas:

-Hoy hace un año, Ambrosio…

-¿Un año?… ¿de qué?

-De Toñuelo, Ambrosio; de nuestra alegría… ¡Qué majo estaría hogaño y qué parecido era a ese angelico!…

-Sí…. sí… Ya recuerdo… Nuestro Toñuelo… ¡Y qué majo estaría …. y tendría ya barriga como yo… y.. sabría bautizar el vino… – salmodió entre triste y humorístico tío Ambrosio.

-Y sabría bautizar el vino, que da la ganancia… Repara -agregaba la «Loba» asintiendo- repara… Clavadito, clavadito a ese el chico … nuestro chico… Fíjate … ; sobre todo los ojos … ¡Se los arrancaría! …

-¡Padre, que estás en los cielos! … ¡Calla, herejota! … ¿Le sacarías los ojos a ese angelico que ahora vive y tiene padres y abuelito?… ¡No seas egoísta!… Padre nuestro, que estás en los cielos…

El niño, que despertó sobresaltado, pues soñaría quizá, que los niños también tienen pesadillas, se quedó mirando con espanto a su redor y dijo triste, tristemente:

-No baja, no baja mi abuelito… ¡No se acordará de mí!…

-Mira, monín, lo que dice la señora «Loba», como tú la llamas. ¿Te sacamos los ojos?… Tus ojos son como los de Toñuelo. ¿Te acuerdas tú de Toñuelo?…

-Calla, bárbaro, pedazo de bárbaro -le atajaba la «Loba”-; que asustas al nene… No hagas caso, diamante… ¡Manojito de lirios, azucenas y claveles, eres tú; rico, monín!…

El niño, que no estaba tranquilo, a más de la tardanza de su abuelito, por la mirada de la ventera, que no le quitaba ojo, estuvo a punto de llorar, y no lo hizo de puro miedo.

Agregó decidido tío Ambrosio:

¿Qué?… ¿Te sacamos los ojos?… ¿Para qué los quieres?…

El niño apretó los párpados instintivamente y no dijo nada. Al cabo los creía capaces de todo.

El gatazo rubio, harto de jugar, dormía en una silla baja de las de asiento de esparto.

Pasó otro rato.

La «Loba», armada de un cuchillote de negras cachas y ancha hoja de un solo filo, que sacara del cajón del mostrador, consultaba por lo bajo a su marido:

-¿Le matamos ahora?

El niño se quedó helado: si lo sangran ni gota de ella le encuentran en las venas, azules arroyuelos, como tallitos de violetas, y apretó el cuerpo contra el respaldo de la silla.

En la rugosa diestra de la flaca y enjuta y acecinada vieja, que lo era bastante desde que nevó sobre su cabeza, flagraba aquella hoja de un solo filo presta a hacer mal.

Gañó un can que pasó de largo, arrastrando su sombra, y se advertía rumor de carros que se aproximaban.

De una alcayata pendía el candil, que todo lo llenaba de luz y de humo, más de humo que de luz.

-Anda. Matémosle, que llega la parroquia y hay que despachar, ¡demonche!, para andar listos en servirles, y a más… que los mirones estorban…

La «Loba» se abalanzó contra el escaño ocupado por el niño y le separó un poquito las piernecitas, que temblaban como campanillas. Él pensó en su madrecita, en sus juegos y en su abuelito… ¡que no le iban a ver más!… De debajo del tal sitial sacó la «Loba» un hermoso gallo que comenzó a chillar, con las patas atadas en haz por un apretado bramante.

Salieron afuera. Primero gritos, quejidos, quejidos humanos, como ayes de dolor y de ira … ; después un ronquidito … , después nada.

El niño, azorado aún y extremadamente pálido, balbuceaba:

-¡Cómo tarda, cómo tarda el abuelito!… ¿Qué hará, Dios mío?…

El abuelito entró por fin; recto como un huso y fuerte cual el roble, restregándose las manos ásperas que le olían a cloroformo.

Paró a la puerta un carro, y luego otro, y otro…. hasta seis.

Y entró; invadió la casa una tropa de arrieros y gañanes famélicos.

Atizó el fuego tío Ambrosio, y sobre las trébedes puso una sartenada de aceite de no sé qué y requirió del Vasar gran copia de morcillas arrugadas como napolitanos secos, y magras; y no el pollo, que era para gente, si no más principal, que lo había de pagar y algo más.

-¡Adiós, Ambrosio!…

Otros y otros:

-Dios te guarde; -y la «Loba’?… ¡Tía “Loba”!… Oye: ¿y la ”Loba”?

-¡Eufrasia, Eufrasia! -gritaba el rechoncho ventero insinuando:

-¿Cómo sigue Matías?

-¡Matías!… ¡Matías!… -contestó el viejo cirujano, que acariciaba al pequeñuelo con fruición- Matías…. si no le sobreviene la gangrena, que mucho sea, curará… Pero… le he cortado, le he aserrado las dos piernas…

-¡Pobre Matías! -exclamaron todos a coro, todos; pues tía «Loba», que salía con las manos manchadas de sangre y la cabeza adornada de las volanderas plumitas de la víctima, había oído el pronóstico del cirujano.

-¡Pobre, pobretico Matías!…

El gato, que se despabilara del trajinar aquel, andaba con el rabo erguido entre las piernas de los trajinantes aquí y allá a la redonda de las mesucas…

-¡Adiós, monín!… Tienes, lucero, los ojitos de mi Toñuelo… Santa Lucía te los guarde con ese brillo y tan puros y tan azules… y que nos los conserve a todos.

-Amén…

-Amén -y el médico lo dijo riéndose por el rabillo del suyo.

Las mulas, desuncidas y sin que nadie las guiara, pues la casa por conocida era para ellas, camino trillado bajaban a la cuadra… Y mientras el ventero y Eufrasia, la señora «Loba», lo arreglaban todo, ellos, los arrieros, disputaban a más y mejor.

Era cerrada la noche. El camino vecinal, bordeado de árboles desnudos, se extendía de confin a confin sombrío y hostil, que en él persistía el nublado.

El viejo y el niño, los dos extremos eslabones de la mohosa cadena de la vida, el último y el primero, los más antagónicos, caminaban en silencio. El niño no hablaba y estaba triste: -¡Cuánto has tardado! Y amarga, amargamente y sin saber por qué, bajo el cielo todo negro, hosco como una amenaza, rompió a llorar…

-¿Cuánto has tardado, rico?… Venga a su mamaíta el nene, que tiene sueñecito… Un beso…. otro…. otro y mil… Así… ¡Cuánto se quieren a los hijos!… ¿No ha nevado?

-No.

-¿Y Matías?

-Sin piernas, hija; como yo, sin tabaco, ¡y en la venta de la «Loba» lo venden!… Allí, vino y bautizado, más agua que vino … ; alcohol de baja graduación, como en el Ejército… ¡Caramba, y yo sin tabaco!…

Y se palpó los bolsillos uno a uno. ¡En la petaca no había de él ni un solo grano, ni un solo grano!…

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